Jesús Cano relaciona arte y sostenibilidad.
Me sitúan, normalmente, entre las páginas 30 o 40 de esta revista. No me quejo. A estas alturas, incluso los que empiecen al revés a hojear este ejemplar saben que el número es green. Verde. O sostenible. Es el adjetivo de lo políticamente correcto. De lo que suma likes. Hay agricultura sostenible. Léase, cultivos adaptados al ecosistema local. Encontramos –y defendemos– la arquitectura sostenible. Aquella que minimiza el impacto medioambiental de los nuevos edificios. Por haber hay, incluso, bonos sostenibles. Su objetivo es financiar proyectos, bien nuevos o bien ya existentes, que contribuyan o sean respetuosos con la naturaleza. Una buena combinación: rentabilidad para el bolsillo y conciencia tranquila. Y, por supuesto, hay arte sostenible. O mejor, artistas que han puesto el foco en denunciar el cambio climático o la sobreexplotación de los recursos naturales, directamente como activistas o acercándose de una forma más conceptual. No es un estilo. Lo importante es el mensaje. El mundo está caliente y se pone más caliente. Las consecuencias, las saben. Solo hay que ver el telediario u hojear los periódicos. Un apunte: lo reconozco, tengo hábitos de otro siglo.
Iba a empezar hablando de Robert Smithson (1938–1973)y el landart. Ese movimiento setentero que refleja la relación entre nosotros y la naturaleza, expresando al mismo tiempo el dolor debido a nuestro mal uso de la misma. Lo malo es que lo hacían interviniendo y modificando el propio paisaje. Pensaba también contemplar de nuevo Elmardehielo – Google mediante, claro. Este lienzo de Caspar David Friedrich está custodiado en el Kunsthalle de Hamburgo–. Una representación sublime de la naturaleza y de su poder, donde la creación del hombre para conquistarla –el barco– naufraga. Ahora simplemente está subyugada a nuestra voluntad. Busqué imágenes que despertaran nuestra conciencia. Esas que representan el oso como bestia feroz –por ejemplo, en los lienzos academicistas del pintor norteamericano Walton Ford– y otra del animal indefenso en un bloque de hielo a la deriva de tiempos más cercanos. Mismo protagonista, dos realidades distintas con el paso del tiempo.
Como corresponsal del arte en esta publicación estaba rodeado de cientos de imágenes en mi cabeza, cuando la sostenibilidad se cruzó en mi camino. No consumas líneas para explicar lo que otros han hecho mejor, me dije. Hablo del libro Art & ecology now de Andrew Browny también de la exposición Después del fin del mundo -existe catálogo- recién clausurada en el CCCB de Barcelona. El primero recopila el trabajo de 95 artistas -el título es insulso pero el interior es interesante- mientras que la muestra habla del presente y el futuro, de la crisis climática y de cómo llegaremos a la segunda mitad del s. XXI.
Yen este punto, ¿qué puedo hacer? Busco una respuesta distinta. El filósofo ByungChul Han -alemán por decisión, surcoreano de origen- ha dejado de viajar. “Para no alimentar los flujos de capital” nos cuenta. Y menos CO2, añado. Ha decidido llevar una vida analógica. “Durante tres años he cultivado un jardín secreto que me conectaba con la realidad: colores, olores, sensaciones... Me ha permitido percatarme de la alteridad de la tierra: ésta tenía peso, todo lo hacía con las manos mientras que lo digital no es consistente, no opone resistencia, pasas un dedo y ya está...”, ha declarado. Su experiencia será un libro que, seguro, venderá, será un best seller como le ha pasado con su obra La sociedad del cansancio. Por otra parte, Walden es una obra escrita “para esa mayoría de hombres que están descontentos con su vida y con los tiempos que les han tocado vivir, pero que podrían mejorarlos. Y para aquellos, en apariencia ricos, pero que en realidad han acumulado cosas inútiles y no saben muy bien qué hacer con ellas». Quien habla es Henry David Thoreau. ¡Y lo dice a mediados del s. XIX! En 1845 abandona su casa y se instala en una cabaña a orillas de un lago. A partir de esa experiencia escribe este clásico imprescindible del ensayo moderno. Seis siglos antes, un antiguo funcionario dejaba su vida acomodada para irse a vivir a una cabaña de tres metros cuadrados. Se llamaba Kamo No Chomei y pensaba que sólo en una morada ínfima y provisional puede uno vivir en paz y libre de todo temor. Hacia 1212 publica Pensamientos desde mi cabaña. Apostemos por una vida más simple, sin CO2… Voy a postearlo.