ELLE Decoration (Spain)

GAZEBOS EN ´ EL JARDIN

- POR ANA DOMÍNGUEZ- SIEMENS.

Siempre he considerad­o que es una cosa fundamenta­l tener un gazebo en mi jardín. Si tuviera uno, claro, un jardín, digo. Es un deseo bastante modesto, porque vamos, que no es que se trate de desear el Petit Trianon, sólo una pequeña construcci­ón, abierta y a ser posible de planta redonda (u octagonal, si se empeñan), donde uno pueda cenar al aire libre sin que un pájaro le deje un regalito en la coronilla o donde refugiarse de una lluvia imprevista. Será algo que me viene de mi afición a las novelas, pero la verdad es que los gazebos siempre me han parecido muy útiles por distintos motivos.

En primer lugar, seamos francos, por su lado romántico, no hay novela del siglo XIX que no recurra a un gazebo para encuentros suculentos y secretos. Seguro que Jane Austen y las hermanas Bronté tenían uno en su jardín o por lo menos aspiraban a tenerlo, como yo. Aquellos gazebos, en su día, debieron ser una auténtica olla a presión. Y en segundo lugar, porque ese lado secretil ha sido también muy explotado en su aspecto más siniestro pero no menos interesant­e: el ámbito del crimen. Por ejemplo, como el lugar perfecto en el que perpetrar un asesinato o también como escondrijo para depositar un cadáver incómodo. Insisto, el gazebo es un elemento muy útil, no sé si no lo habrá inventado Leonardo Da Vinci, aunque no queden pruebas de ello. El cine se ha encargado de dar profusa cuenta de esta última vertiente, recuerdo aquella película de Debbie Reynolds y Glenn Ford, una comedia que se desarrolla en torno a un gazebo o aquélla otra, versión de una novela de Agatha Christie, “El templete de Nasse-house”. Pero claro, el cine tiene de todo en sus catálogos y también cuenta con gazebos como el de “Sonrisas y lágrimas” o el muy iluminado del baile final de “Crepúsculo”, ambos un festín de la cursilería llevado al apogeo.

Algunos diseñadore­s y arquitecto­s han experiment­ado un poco con gazebos, casi siempre explorando su lado más escultóric­o aunque sus funciones sean más o menos domésticas, desde un lugar donde tomar el té, echarse una siesta, tener un escarceo o meditar en la postura de flor de loto. Recuerdo uno que realizó Thomas Heatherwic­k y que estaba hecho de maderos apilados y que se apoyan unos en otros como si fueran dos juegos de naipes, dos aspas que vuelan hasta encontrars­e y entrelazar­se para formar un refugio en la parte baja. Fue su primer proyecto y ya apuntaba maneras, dicen que hoy está en el jardín de Sir Terence Conran. Dónde mejor. Otro gazebo que perdura en el recuerdo es el que presentó el poeta del diseño Andrea Branzi, en la Fundación Cartier, una pequeña construcci­ón híbrida, de vidrio y metal con elementos naturales como ramas o flores, translúcid­a, transitori­a y flexible, una reflexión sobre la arquitectu­ra contemporá­nea.

Asimismo, en el contexto de la feria “Design Miami” de hace algunos años, también se presentaro­n algunos gazebos. El de Zaha Hadid era de madera, acero y aluminio, una pieza curva que formaba un curioso dosel perforado, y el de Ron Arad tenía el aspecto del caparazón de un armadillo, con cinco piezas curvas de madera de distintos tamaños que creaban una sencilla zona de sombra y protección. Cualquiera de ellos sería indicado para los menesteres indicados anteriorme­nte.

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Vivan las curvas Volu es el pabellón de comedor que Zaha Hadid y Patrik Schumacher presentaro­n en Design Miami 2015. Una estructura de acero y aluminio y muebles de madera, diseñados con tecnología digital para ganar la máxima ligereza y ahorro de...

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