ARTY. Jesús Cano y la perfección del arte clásico.
Son falsos. Lo sabemos. Pero nos siguen atrayendo. Nunca hemos visto el auténtico Discóbolo de Mirón pero estamos enamorados de su perfección. De esos músculos trabajados armónicamente. Hay una tensión que nos seduce –donde mejor se refleja es en los pies del atleta– pero también serenidad en el gesto concentrado del rostro. Nos hipnotiza. Hemos conocido a otros discóbolos en el Museo Británico, en el Palazzo Massimo de Roma o en las salas de los Museos Vaticanos, pero todos son copias. Plagios de los siglos I y II de nuestra era. El verdadero Discóbolo de Mirón –del siglo V a. C.–, al igual que el Doríforo de Policleto o el Sátiro de Praxíteles, era un bronce griego nunca descubierto. A él y al resto nos los han presentado en pasajes literarios y en estas reproducciones romanas posteriores.
Apreciamos las copias. Y son un antídoto ante la uniformidad decorativa. Ponga un busto en su vida. Falso, por supuesto. Nuestras casas están llenas de mobiliario de mediados de siglo XX realizado en serie. No hay reglas, la mezcla impera. Todo vale. En este caos, los espacios empiezan a añorar el romanticismo que las reproducciones clásicas provocan. Los discóbolos, doríforos y sátiros están de vuelta. Y aquí el tamaño no importa. Hércules Farnesio, otro desaparecido, daba la bienvenida a la mítica exposición “Portable Classic”, en Ca’ Corner della Regina, Venecia, en 2015. Había un molde de yeso de 3,17 metros de alto, exhibido junto a una serie de reproducciones modernas de menor escala en mármol, bronce y terracota, que medían entre 15 y 130 cm. Todos reproducían la escultura de mármol del siglo III esculpida por el artista ateniense Glykon, que copiaba un bronce atribuido a otro escultor griego del siglo IV a. C., Lisipo. Una pieza que tampoco ha aparecido nunca. El original romano de mármol no se movió del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, pero los otros “farnesitos” evidenciaban cómo generaciones después, tanto en la Antigua Roma como en la Europa moderna, hemos vuelto a la escultura clásica como “canon” de la belleza. Pero no nos olvidemos de la simpleza que Sócrates intentó combatir. Aquella que decía que un hombre bello –da igual en bronce o en carne y hueso– era también automáticamente bueno. Por cierto, ellas no tenían la misma suerte. Bella era igual a malévola. Por eso, justifican los críticos, que se hayan encontrado tan pocas esculturas de desnudos femeninos.
Volver a lo clásico para avanzar. Pensar como los antiguos, como Rafael en el Renacimiento. O como Picasso, que cada vez que se enamoraba abandonaba la vanguardia de turno y volvía al orden. Lo clásico como una huida hacia la tradición, entendiendo ésta como armonía, mesura y equilibrio. De la –suponemos– inmensa producción griega de esculturas en bronce, no queda casi nada. Se conservan apenas cien estatuas, intactas o fragmentarias, recuperadas principalmente del mar en el último siglo. Se piensa que en la Edad Media se fundió la mayoría cuando el metal tenía más valor que cualquier obra de arte. Pero, recuerden, las reproducciones están permitidas. De hecho, en la era de Mirón y Praxíteles, la copia era una práctica aceptada, y las copias de las obras maestras eran admiradas. A través de estas esculturas griegas -nos da igual su año de manufactura- reflexionamos sobre nuestras ideas de originalidad, autenticidad y repetición.
Copias de los romanos, del Renacimiento o del Grand Tour, en mármol, bronce y porcelana. O en fibra de vidrio “made in China” versión siglo XXI. ¡Todas son bienvenidas! Impolutas, majestuosas, sensuales,... reposarán en la chimenea o sobre la repisa para recordarnos la segunda mentira. Nunca se exhibieron –las auténticas– en blanco puro. Cegado por su belleza inmaculada, el arte occidental se ha tapado los ojos ante el hecho de que la mayoría de los originales en bronce o mármol estaban policromados. Sí, un orgasmo de colores donde no faltaba el dorado. Pero sigamos en nuestro error. Disfrutando de la falsa pureza. “El color contribuye a la belleza, pero no es la belleza”, escribía Johann Winckelmann, el erudito alemán a menudo llamado el padre de la Historia del Arte.