CENTRO DE ARTE Y LUJO
Una noticia sorprendente salió en toda la prensa el año pasado. Según parece, en la cocina de una casa francesa se había encontrado una pintura de Cimabue, el artista florentino del “Trecento”, que se vendió en subasta por la friolera de 24 millones de euros. Pero no me dejaba estupefacta la cifra -que ya el mundo del arte nos tiene curados de espanto-, sino el que se hubiese encontrado en una cocina, porque vamos, hasta antes de ayer a nadie se le pasaba por la cabeza colgar en la cocina nada que no fuera un calendario o un colador.
Aun así, todo el mundo se habrá dado cuenta ya de que la cocina ha pasado en los últimos tiempos a ser el centro de la casa, incluso más que lo que fue antiguamente la chimenea y después la televisión. El interés por la gastronomía no ha hecho sino potenciar esta idea de hacer de la cocina el foco de atención pasando a semi integrarse en el mismísimo salón. Esto era ya un hecho consumado por otras razones más peregrinas como son la falta de servicio doméstico y las facilidades que aportan las nuevas tecnologías, para que esta operación fuese una opción viable; al fin y al cabo, solo el desarrollo de las campanas extractoras lo han hecho posible.
Entre gente del mundillo bohemio y artístico es donde antes prendió este tipo de mentalidad. Me cuenta Isabel GarcíaLorca que desde los años setenta, Francis Ford Coppola invitaba a la gente a cenar en su cocina, donde él mismo cocinaba calzado con unas sandalias Birkenstock y sendos calcetines rojos, según contó luego uno de los elegidos. No tenemos constancia de que allí se hubiera colgado algún cuadro pero quede como testimonio de que así empezaron las cosas y la cocina se fue, poco a poco, adueñando de las casas hasta convertirse en un espacio que ahora compite con el salón como espacio de lujo y recreo artístico. Y yo que no soy socióloga ni nada parecido, me atrevo a especular, seguramente erróneamente, pero a lo mejor no tanto, sobre esta transformación que nos lleva ahora a encontrar cocinas que parecen el metro de Moscú, con llamativos chandeliers, alfombras persas y obras de arte en sus paredes.
En la época en la que en las casas había servicio, a las familias pudientes que podían permitirse tener su casa adornada con obras de arte, desde luego no se les ocurría colocarlas en la cocina, y esto no solo por evidentes razones prácticas relativas a humos y olores, sino porque la familia no solía pasar tiempo en esas estancias y, claro, no iban a colgar allí el retrato de un antepasado para disfrute de cocineras y pinches. Por tanto, colocaban sus pinturas y esculturas donde ellos pudieran disfrutarlas, en las zonas nobles o como mucho en la subida de la escalera (o bajada, según se mire). Desde que el servicio desapareció y cocinar se tiene por algo sexy, la cocina se va diluyendo en códigos que no le pertenecían en origen, admitiendo más y más elementos que las mimetizan con estancias de más rancio abolengo, que diría una señora de esas a las que los caballeros se ponen a sus pies.
Pero no crean, también hay la contrapartida, cocinas que se resisten a salir de su sitio habitual y que se mantienen completamente separadas del resto de la vivienda, eso sí, convertidas en auténticos santuarios del lujo que proporciona la alta tecnología, cocinas que más parecen laboratorios de precisión y que casi pueden cocinar ellas solas. Otra manera de entender el lujo, más impersonal pero decididamente deslumbrante,
• que al final siempre es de lo que se trata.