ELLE Gourmet

DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE COMER FUERA

- BAJO ESTE SEUDÓNIMO ESTÁ JAVIER AZNAR, AUTOR DEL RECIENTE ÉXITO ‘¿DÓNDE VAMOS A BAILAR ESTA NOCHE?’ POR EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO

En muchas ocasiones me preguntan cómo es posible que, gustándome tanto comer, apenas sepa cocinar nada más elaborado que una triste tortilla francesa. Y la verdad es que nunca tengo respuesta. Para mí sería como preguntarl­e a un cinéflo: «Si te gusta tanto ir al cine, ¿por qué no ruedas tus propias películas?». Sí, me encanta comer. Y me encanta, además, hacerlo fuera siempre que puedo. Odio cocinar porque respeto tanto la buena cocina que me niego a infligirme el castigo de tener que probar un plato amateur, aunque sea el mío.

Me gustan los restaurant­es, sí. Los ruidosos y los que son tan silencioso­s que oyes con claridad hasta el desplegar de las servilleta­s. Me gustan porque siempre pasan cosas en ellos. Me gusta comer solo en la barra o rodeado de amigos en torno a una mesa redonda. Me gustan las historias de locales malditos. Me gusta pedir fuera de carta. Me gustan esas terrazas en las que estás con un pie fuera y otro dentro. Me gusta hacer rankings con Carolina de la mejor tarta de queso o del mejor Bloody Mary de la ciudad. Me gusta el follón de las cocinas: si por mí fuera, siempre entraría a cenar por la puerta trasera, atravesand­o el fragor de la batalla en cocina hasta llegar a mi mesa, como en ese plano secuencia de Uno de los nuestros, cuando Ray Liotta y Lorraine Bracco entran en el Copacabana. Me gustan las historias y los matices. Recuerdo un diminuto restaurant­e en la isla de Slano, Croacia. El dueño (solamente estaban él y su mujer) me mostró un cartel con distintos dibujos de peces. Yo le dije cuál quería cenar. A continuaci­ón se puso un traje de neopreno, agarró un arpón y se lanzó al agua. En un rato teníamos ese pescado preparado a la brasa. Nada me ha sabido igual desde entonces. Me gustan los diners americanos, los bistrots afrancesad­os, las tascas, los bares de lo Viejo, en San Sebastián, los estrella Michelin, los restaurant­es étnicos, los de postureo, los de menú del día, los chiringuit­os de playa y los que no hacen reserva.

Me dicen que soy un desarraiga­do porque podría comer todos los días del año fuera e instalarme en un hotel. Puede que tengan razón. Pero nunca lo entenderán. Una vez fui a una cata clandestin­a de champán en un sótano de Malasaña (ni idea de cómo acabé ahí). Un señor mayor, con el pelo blanco peinado hacia atrás, metió su nariz en la copa y dijo, con lágrimas en los ojos, que el olor le recordaba a los brioches que le hacía su abuela en Francia. Luego una mujer, ante el mismo champán, comentó que le olía a la cabeza de la muñeca que tenía de pequeña. Historias y matices. Por eso sólo sé hacer una tortilla francesa: para tener siempre una excusa por la que agarrar la chaqueta, abrir la puerta y salir a por nuevas historias.

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