EL PÍCNIC DE LA FELICIDAD
Me encantaría deciros que siempre he querido ser cocinera, que de pequeña no paraba de cacharrear y que de mi madre he aprendido recetas secretas e infalibles. Pero os mentiría si lo hiciera. Porque, hasta los veintitantos, ni me planteé dedicarme a esto; es cierto que me había apuntado a algunos cursos y que sabía manejarme a los fogones, pero nada serio ni vocacional. Es más, acabé especializándome en fnanzas, trabajando en bancos y metida de lleno en el intenso universo de la consultoría estratégica. Demasiado estrés: a los 25, recién casada, el médico me recomendó afojar el ritmo y decidí tomarme un año sabático. Aquel cambio (probablemente, los 12 mejores meses de mi vida) coincidió con un proyecto laboral de mi marido en París, así que nos instalamos en la capital francesa y me matriculé en Le Cordon Bleu. Mi intención no era dedicarme después a cocinar, entre otras razones porque me echaba para atrás la idea de montar mi propio negocio (tenía el ejemplo de mis padres, que tanto se han sacrificado por su empresa). Sin embargo, conforme avanzaba en mis estudios, me fui convenciendo: debía montar algo relacionado con la gastronomía.
Al volver a Madrid, puse en marcha mi compañía, dedicada al servicio de catering y la venta de regalos para foodies. ¿Mi producto estrella? El foie. Con la ayuda de mi marido, involucrado al cien por cien en la aventura, abrí un restaurante y una tienda gourmet en la calle del Conde de Aranda (en el número 6), un negocio familiar que enloquece incluso a mi hijo, de sólo 2 años y medio y a quien llamamos Minichef.
Con la llegada del verano, la lista de encargos de nuestro catering crece exponencialmente; no faltan los eventos tradicionales, esos que exigen puestas de largo (ya sabéis, bodas, bautizos...), ni tampoco las celebraciones que se organizan con una excusa sencillísima: pasarlo bien. Para estas ocasiones, me encantan los pícnics en el campo con los amigos. Y no hay que complicarse demasiado la existencia; basta con un vino rico, un poco de embutido, queso... A mí me pierde combinarlos con tortilla, minifletitos empanados y una superensalada. Lo más importante es recurrir a materias primas de calidad: mejor un fuet de primera que un jamón de segunda.
Si os apetece preparar algo más grande en vuestra casa, resulta divertidísima la opción del bufet, que tiene ese punto encantador e informal a la vez y que permite repartir bandejas a distintas alturas y mezclarlas con velas y fores. Como plato principal, yo aconsejo el rosbif: al servirse frío, está en su punto en todo momento. Eso sí, conviene prestar atención a la temperatura de las salsas (¡siempre muy calientes!) y pensar en guarniciones variadas, como arroz, puré de batata, pimientos del piquillo, judías verdes cortadas fnitas y salteadas con beicon, setas o un mix de zanahorias y cebollitas francesas caramelizadas. Y, por supuesto, que nunca falten el mimo ni las ganas de compartir.