CARLOS ZAMORA
Este chef visionario convierte en oro todo lo que toca. Su fórmula: conciencia, amor por el producto de proximidad y pasión por el diseño. Visitamos sus templos de la felicidad.
Al frente del grupo Deluz, apuesta por la felicidad en sus restaurantes.
Como un buen poema donde no sobra una coma ni falta una palabra. Así puede describirse cada una de las aventuras gastronómicas en las que se embarca Carlos Zamora. Este incansable emprendedor santanderino, de conciencia social y una visión fuera de lo común, es capaz de crear restaurantes de moda pensando en los pequeños productores, el diseño atemporal y el disfrute de los sentidos. Arropado por el buen hacer de su familia (su mujer, Mercedes Sebrango; su madre, María Gorbeña; su hermano, Pablo, y su hermana, Lucía, que se encarga de lo legal y del look de los locales), no es extraño que en 2006 comenzara su andadura y montase su primer proyecto, Deluz, en la casa de sus abuelos. Después llegarían diez más, repartidos entre Cantabria y Madrid, dispuestos a convertirse en escenarios portadores de felicidad cotidiana.
DISEÑO Y COMPROMISO ECO
Más de 500 rosales visten el exterior de Deluz, una casa con lounge room, atípica para los años 50 españoles y en cuyo jardín a una le gustaría ser Liz Taylor para casarse ocho veces. En los diferentes espacios diáfanos que caracterizan su interior conviven el mobiliario de Charles Eames & Eero Saarinen, de mitad del siglo pasado, piezas isabelinas del XIX pertenecientes a la familia y obras de artistas como Paloma Navares. Además, acaban de descubrir que el papel pintado que reina en la pared del comedor también se encuentra en un salón de la Casa Blanca. ¿Qué se puede comer aquí? Tras previa reserva, proponen el suculento Menú Embajada, que comienza con un foie de la granja artesana La Llueza, en Espinosa de los Monteros (Burgos), y termina con café de comercio justo de Yirgacheffe (Etiopía). Ambos reflejan el empeño de Zamora por ofrecer trazabilidad y producto ecológico en todos sus restaurantes.
Al igual que en los tres estrellas Michelin, en los que cada plato suele venir con nombre y apellido, en las cartas de
todos sus establecimientos se narran historias de compromiso con el entorno: «Las chuletillas son de Chencho, el último pastor de ovejas de Polaciones –en los Picos de Europa–; la mozzarella, de Roberta, una mujer a la que encontramos en Fisciano –Salerno–, en un viaje por el país de la bota en busca de pequeños proveedores de slow food para abrir El Italiano, en Santander; los quesos de Los Tiemblos son de María Jesús y los pollos ecológicos, de Santiago», enumera Carlos con cariño. «Preferimos ayudar al pequeño productor que no tiene montada todavía una red comercial», explica. Por eso han creado Siete Valles de Montaña, la primera cooperativa de ganaderos eco de Cantabria, cuya carne se puede comprar en sus locales y online (sietevallesdemontana.com).
EL ÉXITO DE LO AUTÉNTICO
Fue en 2007 cuando decidieron dar el paso de crecer y hacerse con una antigua bodega en el corazón de la capital cántabra (Hernán Cortés, 47). La transformaron en un agradable espacio de ladrillo visto y fotografías acuáticas y le pusieron por nombre Días Desur. Sus innovadores platos internacionales, elaborados con materia prima de calidad, y su servicio de comidas ininterrumpido provocaron que no tardase en convertirse en un lugar de referencia. Acaban de darle un giro radical: la parte de abajo es un bufé libre con productos vegetarianos y veganos a buen precio. Y, en la de arriba, dado que las jefas de cocina de sus locales en la región son africanas, han inaugurado el espacio West Africa Curry House, donde presentan recetas y cócteles del continente vecino. Toda una revolución en el norte de España.
En 2010 se pusieron al frente de una taberna centenaria del centro, El Machi (Calderón de la Barca, 9): con respeto y tino lograron conservar su aroma de tasca marinera y ser el primer espacio de la zona en servir pescado de la lonja sin intermediarios. Desde entonces preparan unos arroces que saben a lo que cocinaban las abuelas y unas rabas que merecen un peregrinaje. Como siempre, la honestidad de su apuesta gastronómica, mezclada
con una siempre acertada decoración, atrae a un público variado: el ávido de tendencias, el buscador de lo tradicional, el artista y el viajero que visita la península intentando comprender nuestra idiosincrasia. Otros grandes ejemplos de esto son Taberna La Carmencita y Celso y Manolo, sitios que esta familia ha sabido rescatar de la grieta del olvido para colocarlos en las listas de los mejores lugares de picoteo patrio. Con la primera (Libertad, 16) se estrenaron en Madrid en 2013; su barra de zinc y sus antiquísimos bancos corridos contaban con la máxima protección del Ayuntamiento, así que les sacaron brillo y recorrieron los brocantes de Burdeos para encontrar detalles como la vajilla del siglo XIX en la que sirven sus manjares hasta las dos de la madrugada. Fue tal la acogida para probar sus carnes de alta montaña y sus pescados (traídos en el día desde la lonja de Santander) que se hicieron con el mítico bar Argüelles, a escasos metros, para convertirlo en Celso y Manolo (Libertad, 1) y dar cabida a toda su clientela. En este dejaron la barra original, arropada por taburetes de bistrot de los años 20. Y remataron con dos preciosos carteles vintage, obra de Bernard Villemot, que, según Zamora, «son la primera campaña de promoción de turismo que encargó el gobierno de España, a principios de la década de los 50». Pero el show está en ver cómo vuelan los espectaculares tomates que se asoman a la barra, las raciones de ensaladilla y las anchoas de Laredo.
A PRUEBA DE STENDHAL
La perenne curiosidad de Carlos le ha llevado a abrir El Italiano (Calderón de la Barca, 9, Santander), de tintes coloniales, con plantas naturales, lámparas de Jaime Hayón y mesas de madera donde probar su sublime pasta fresca de elaboración propia. También, La Vaquería Montañesa (Blanca de Navarra, 8, Madrid), para degustar los platos favoritos de toda su trayectoria en un loft en el que, en las sillas de TON, podrían sacar a bailar a los espejos de Adnet para Hermès. Otros tres negocios inaugurados en menos de un año ponen de manifiesto su esfuerzo por rescatar la esencia de las dos ciudades entre las que se mueve y por contribuir al desarrollo rural. En Angélica (San Bernardo, 24), ubicado en la que fue la tienda de hierbas aromáticas más antigua de Madrid, hoy tuestan y sirven diferentes tipos de café de comercio justo. En La Caseta de Bombas, situada en el dique de Gamazo, en Santander, se come encima del mar y se descubren nuevos pescados locales cocinados a la brasa, como el sabroso cuco. Y, por si no hubieran cubierto el cupo nostálgico con lo anterior, su última aventura ha sido coger las riendas del mítico Café del Nuncio (Segovia, 9, Madrid), un espacio digno de Edward Hopper donde disfrutar de verduras ecológicas, tomarse un cóctel y sentirse protagonista de la mejor película: la de tu propia vida. Que es, precisamente, lo que Carlos lleva años haciendo.
«PREFERIMOS APOYAR AL PEQUEÑO PRODUCTOR ECOLÓGICO QUE NO TIENE AÚN UNA RED COMERCIAL. TODO NUESTRO GÉNERO VIENE CON NOMBRE Y APELLIIDOS»