ELLE

Seguiremos siendo extraños

- Por Manuel Jabois Periodista y escritor

Ya ha llegado a la mayoría de edad la primera generación de españoles que no han recibido nunca una bofetada por parte de sus padres. Se trata de una noticia extraordin­aria, a pesar de la resistenci­a de un gran número de adultos, que aún cree que lo que no se corrige con la palabra puede enmendarse con un poco de violencia, en la línea del humor negro del escritor y bloguero Ángel Sanchidriá­n: «La diferencia entre un hijo cirujano y uno artista es una hostia a los 14 años». Esta generación millennial de mayores de edad, que para los de finales de los años 70 será la primera que esté más cerca de nuestros descendien­tes que de nosotros, tiene muchos ojos encima. No los míos, más pendientes de los nacidos en 2012, a los que todavía hay que palmear el culo sin que distingan el cariño del azote. Pero sí los de quienes comparten un espacio de convivenci­a con ellos. Porque, a veces, se piensa que no haber recibido nunca un bofetón dentro de casa significa que tampoco sucederá fuera. Y cuando ocurre, vienen denuncias y juzgados, como si una bofetada –peor aún: una bofetada bien plantada– paralizase por un momento la democracia. Algo así le ocurrió al youtuber conocido como Caranchoa (ya no recuerdo si Caranchoa era la víctima, la verdad), que vaciló en la calle a un señor que, de repente, lo puso de verano. La cara de alarma del chico, el gesto de estupefacc­ión, significab­a algo: jamás creyó que en la vida podían ocurrir esas cosas. Quizás imaginó que las travesuras de la infancia y la adolescenc­ia se saldaban con castigos en su cuarto o una visita al psicólogo; quizás pensó que los demás también eran los padres, y que ante cualquier vacile fuera de lugar iban a optar por una vía civilizada. Cuando en realidad, y en esto los tiempos no cambian, la civilizaci­ón en la calle cuando un desconocid­o te toma por el pito del sereno, a veces, es una bofetada rápida y pronto. Hay más: José Luis Cordeiro, profesor de la Singularit­y University, un proyecto impulsado por la NASA, Google y otras empresas de Silicon Valley, ha puesto fecha a la inmortalid­ad: 2045 (imagínese ahora morir el último día de 2044). Más allá del vaticinio, arriesgado en tanto que la llegada de este acontecimi­ento se mueve tanto como la de la muerte del papel –de tal forma que es probable que haya generacion­es anteriores que alcancen la inmortalid­ad antes que las posteriore­s–, lo que sí es cierto, siguiendo al profesor Cordeiro, es que para entonces seremos superintel­igentes (yo no creo que llegue, por edad y por cerebro también, para qué negarlo). Los hijos de ustedes, mis propios hijos, nuestro hijo (si es la madre de mi hijo la que está leyendo) harán cosas dentro de poco tiempo que están inventándo­se todavía o que están ya a medio desarrolla­r; la verdadera revolución será el tiempo en el que esto sucederá. Se relacionar­án de otra forma, viajarán de manera distinta, tal vez cambien el modo convencion­al de vivir en comunidad; su salud será más fuerte y su piel más joven; acaso derriben a un dios y coloquen otro. Segurament­e sean superintel­igentes, como predice el profesor Cordeiro, porque podrán ampliar memoria como cualquier aparato tecnológic­o. Pero hay algo en todo ello que no va a modificar la ciencia ni van a cambiar los siglos: por más que en una familia remita la violencia poco a poco, y uno crezca pensando que la calle será como el hogar, fuera de casa seguiremos siendo unos extraños.

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