Seguiremos siendo extraños
Ya ha llegado a la mayoría de edad la primera generación de españoles que no han recibido nunca una bofetada por parte de sus padres. Se trata de una noticia extraordinaria, a pesar de la resistencia de un gran número de adultos, que aún cree que lo que no se corrige con la palabra puede enmendarse con un poco de violencia, en la línea del humor negro del escritor y bloguero Ángel Sanchidrián: «La diferencia entre un hijo cirujano y uno artista es una hostia a los 14 años». Esta generación millennial de mayores de edad, que para los de finales de los años 70 será la primera que esté más cerca de nuestros descendientes que de nosotros, tiene muchos ojos encima. No los míos, más pendientes de los nacidos en 2012, a los que todavía hay que palmear el culo sin que distingan el cariño del azote. Pero sí los de quienes comparten un espacio de convivencia con ellos. Porque, a veces, se piensa que no haber recibido nunca un bofetón dentro de casa significa que tampoco sucederá fuera. Y cuando ocurre, vienen denuncias y juzgados, como si una bofetada –peor aún: una bofetada bien plantada– paralizase por un momento la democracia. Algo así le ocurrió al youtuber conocido como Caranchoa (ya no recuerdo si Caranchoa era la víctima, la verdad), que vaciló en la calle a un señor que, de repente, lo puso de verano. La cara de alarma del chico, el gesto de estupefacción, significaba algo: jamás creyó que en la vida podían ocurrir esas cosas. Quizás imaginó que las travesuras de la infancia y la adolescencia se saldaban con castigos en su cuarto o una visita al psicólogo; quizás pensó que los demás también eran los padres, y que ante cualquier vacile fuera de lugar iban a optar por una vía civilizada. Cuando en realidad, y en esto los tiempos no cambian, la civilización en la calle cuando un desconocido te toma por el pito del sereno, a veces, es una bofetada rápida y pronto. Hay más: José Luis Cordeiro, profesor de la Singularity University, un proyecto impulsado por la NASA, Google y otras empresas de Silicon Valley, ha puesto fecha a la inmortalidad: 2045 (imagínese ahora morir el último día de 2044). Más allá del vaticinio, arriesgado en tanto que la llegada de este acontecimiento se mueve tanto como la de la muerte del papel –de tal forma que es probable que haya generaciones anteriores que alcancen la inmortalidad antes que las posteriores–, lo que sí es cierto, siguiendo al profesor Cordeiro, es que para entonces seremos superinteligentes (yo no creo que llegue, por edad y por cerebro también, para qué negarlo). Los hijos de ustedes, mis propios hijos, nuestro hijo (si es la madre de mi hijo la que está leyendo) harán cosas dentro de poco tiempo que están inventándose todavía o que están ya a medio desarrollar; la verdadera revolución será el tiempo en el que esto sucederá. Se relacionarán de otra forma, viajarán de manera distinta, tal vez cambien el modo convencional de vivir en comunidad; su salud será más fuerte y su piel más joven; acaso derriben a un dios y coloquen otro. Seguramente sean superinteligentes, como predice el profesor Cordeiro, porque podrán ampliar memoria como cualquier aparato tecnológico. Pero hay algo en todo ello que no va a modificar la ciencia ni van a cambiar los siglos: por más que en una familia remita la violencia poco a poco, y uno crezca pensando que la calle será como el hogar, fuera de casa seguiremos siendo unos extraños.