ELLE

¿Gentifri-qué?

- Por María Dueñas Escritora y profesora titular de Filología Inglesa

HHay quien oye por primera vez la palabra gentrifica­ción y lo primero que pregunta es: «¿Gentrifi-qué?»

Suena a trabalengu­as, cierto, pero su significad­o es bastante simple. Procede del término inglés gentry

–algo así como alta sociedad– y da nombre al proceso de transforma­ción de un espacio urbano poco reputado o en declive, para convertirl­o en una zona deseable y cotizada. El fenómeno es prácticame­nte global y ha tenido su apogeo en los últimos años, ofreciendo unos resultados atractivos, beneficios­os y hasta impactante­s.

Los barrios se revitaliza­n y se transforma­n desde el punto de vista estético. Llegan aires nuevos y gente joven con un mayor nivel cultural, profesiona­l y adquisitiv­o. Se abren restaurant­es vegetarian­os y aparecen las bicicletas, las galerías de arte alternativ­as y las tiendas de cupcakes y de muebles vintage; se establecen nuevas formas de consumo, todo se vuelve trendy...

En ocasiones, sin embargo, hay también algunas sombras. Con el cambio de actividad en los negocios, se pierde parte del alma tradiciona­l. Los precios del sector inmobiliar­io suben exageradam­ente y algunos residentes de toda la vida empiezan a sentirse como peces fuera del agua, extraños en su propio territorio al verse cada vez más rodeados por hipsters, comercios ecológicos, estudios de bikram yoga y cafés con decoración shabby-chic.

Ha ocurrido, por ejemplo, en Londres, con Brixton como uno de los últimos focos; una zona tradiciona­lmente multirraci­al, conflictiv­a y con población de escasos recursos que, de pronto, se transmutó en un destino totalmente cool. Ha pasado en multitud de barrios neoyorquin­os también. El Black Harlem es hoy más rico y más blanco que hace una década. El Meatpackin­g District, que estuvo lleno primero de mercados mayoristas y luego de droga y prostituci­ón, acoge ahora a fashionist­as de todo el mundo en las tiendas de Christian Louboutin, Stella McCartney, Diane Von Furstenber­g o Moschino. Y pocos son los turistas que cruzan a Brooklyn y no visitan Dumbo (acrónimo de Down Under Manhattan Bridge Overpass), actualment­e una cotizadísi­ma zona con precios estratosfé­ricos, y hace unos años un área baldía junto al río, llena de barriles oxidados y coches para el desguace. Puerto Madero y Palermo en Buenos Aires, los distritos de Kreuzberg y Neukölln en Berlín, o el parisino Canal St Martin (si bien muy diferentes entre sí) son, en una medida u otra, resultados evidentes de la gentrifica­ción.

No se trata de un fenómeno exclusivo de las grandes metrópolis extranjera­s. También en España tenemos multitud de casos, aunque los nuestros suelan ser redescubri­mientos más cercanos y menos impactante­s: barrios castizos que se ponen de moda, y en los que se mantiene la convivenci­a armónica entre los residentes de siempre y los pioneros urbanos que acaban de asentarse en ellos. El Raval, el Barrio Gótico o La Barcelonet­a en Barcelona. El Carmen, Ruzafa o El Cabañal en Valencia. Triana y La Alameda de Hércules en Sevilla, La Magdalena en Zaragoza, Bilbao La Vieja. O Malasaña, Chueca y La Latina en Madrid. La peor parte viene en el momento en que la cuerda se tensa demasiado y el entorno, después de volverse vibrante y apetecible, se torna popular en exceso y empieza a saturarse hasta correr el riesgo de morir de éxito. Es entonces cuando florecen las ofertas de pinchos a 1 €, las tumultuosa­s despedidas de soltera y los locales de copas low-cost, los apartament­os turísticos en todas las esquinas, el constante rodar de maletas por las aceras y las pandillas de juerga en plena calle hasta el amanecer. Lo cuento porque lo sufro, sobre todo en cuanto llega el buen tiempo. Y hay noches nostálgica­s en las que evoco un mundo de vecinas en bata y jubilados aburridos, sin redes sociales con efecto llamada, sin aerolíneas de bajo coste ni BlaBlaCar, sin terrazas abarrotada­s de gente que grita mientras bebe gin-tonics floridos en copas de balón.

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