¿Gentifri-qué?
HHay quien oye por primera vez la palabra gentrificación y lo primero que pregunta es: «¿Gentrifi-qué?»
Suena a trabalenguas, cierto, pero su significado es bastante simple. Procede del término inglés gentry
–algo así como alta sociedad– y da nombre al proceso de transformación de un espacio urbano poco reputado o en declive, para convertirlo en una zona deseable y cotizada. El fenómeno es prácticamente global y ha tenido su apogeo en los últimos años, ofreciendo unos resultados atractivos, beneficiosos y hasta impactantes.
Los barrios se revitalizan y se transforman desde el punto de vista estético. Llegan aires nuevos y gente joven con un mayor nivel cultural, profesional y adquisitivo. Se abren restaurantes vegetarianos y aparecen las bicicletas, las galerías de arte alternativas y las tiendas de cupcakes y de muebles vintage; se establecen nuevas formas de consumo, todo se vuelve trendy...
En ocasiones, sin embargo, hay también algunas sombras. Con el cambio de actividad en los negocios, se pierde parte del alma tradicional. Los precios del sector inmobiliario suben exageradamente y algunos residentes de toda la vida empiezan a sentirse como peces fuera del agua, extraños en su propio territorio al verse cada vez más rodeados por hipsters, comercios ecológicos, estudios de bikram yoga y cafés con decoración shabby-chic.
Ha ocurrido, por ejemplo, en Londres, con Brixton como uno de los últimos focos; una zona tradicionalmente multirracial, conflictiva y con población de escasos recursos que, de pronto, se transmutó en un destino totalmente cool. Ha pasado en multitud de barrios neoyorquinos también. El Black Harlem es hoy más rico y más blanco que hace una década. El Meatpacking District, que estuvo lleno primero de mercados mayoristas y luego de droga y prostitución, acoge ahora a fashionistas de todo el mundo en las tiendas de Christian Louboutin, Stella McCartney, Diane Von Furstenberg o Moschino. Y pocos son los turistas que cruzan a Brooklyn y no visitan Dumbo (acrónimo de Down Under Manhattan Bridge Overpass), actualmente una cotizadísima zona con precios estratosféricos, y hace unos años un área baldía junto al río, llena de barriles oxidados y coches para el desguace. Puerto Madero y Palermo en Buenos Aires, los distritos de Kreuzberg y Neukölln en Berlín, o el parisino Canal St Martin (si bien muy diferentes entre sí) son, en una medida u otra, resultados evidentes de la gentrificación.
No se trata de un fenómeno exclusivo de las grandes metrópolis extranjeras. También en España tenemos multitud de casos, aunque los nuestros suelan ser redescubrimientos más cercanos y menos impactantes: barrios castizos que se ponen de moda, y en los que se mantiene la convivencia armónica entre los residentes de siempre y los pioneros urbanos que acaban de asentarse en ellos. El Raval, el Barrio Gótico o La Barceloneta en Barcelona. El Carmen, Ruzafa o El Cabañal en Valencia. Triana y La Alameda de Hércules en Sevilla, La Magdalena en Zaragoza, Bilbao La Vieja. O Malasaña, Chueca y La Latina en Madrid. La peor parte viene en el momento en que la cuerda se tensa demasiado y el entorno, después de volverse vibrante y apetecible, se torna popular en exceso y empieza a saturarse hasta correr el riesgo de morir de éxito. Es entonces cuando florecen las ofertas de pinchos a 1 €, las tumultuosas despedidas de soltera y los locales de copas low-cost, los apartamentos turísticos en todas las esquinas, el constante rodar de maletas por las aceras y las pandillas de juerga en plena calle hasta el amanecer. Lo cuento porque lo sufro, sobre todo en cuanto llega el buen tiempo. Y hay noches nostálgicas en las que evoco un mundo de vecinas en bata y jubilados aburridos, sin redes sociales con efecto llamada, sin aerolíneas de bajo coste ni BlaBlaCar, sin terrazas abarrotadas de gente que grita mientras bebe gin-tonics floridos en copas de balón.