ELLE

Huracán DYLAN

La última sensación de las pasarelas se llama Levi, lleva el apellido de un premio Nobel y con 23 años ya ha hecho de todo: actuar, pintar, tocar la guitarra y boxear. ‘Here comes the story of the’...

- POR IVÁN FOMBELLA. FOTOS: GUY AROCH

Nunca luché por ser famoso, me pasó como te puede suceder cualquier otra cosa», dijo Bob Dylan en 1965, cuando tenía apenas 24 años y estaba en el cénit de su popularida­d. «No me interesa la fama», recalca ahora, alrededor de 40 años después, su nieto Levi (Los Ángeles, 1994), que acaba de cumplir los 23. Y, a juzgar por el revuelo que levantó en el mundo de la moda su participac­ión como modelo en el desfile de la colección otoño-invierno 2017-18 de Dolce & Gabbana, lo suyo parece tan inevitable como lo de su abuelo. Pero volvamos un momento hacia atrás. ¿De dónde ha salido (y adónde va) este nuevo miembro de la familia del último premio Nobel de Literatura, que hoy encabeza la lista de promesas de las pasarelas? Por de pronto, es hijo de Jakob, el más conocido de los retoños del cantautor folk, que en los años 90 también triunfó con su banda The Wallflower­s. De su padre ha heredado las facciones pétreas y el cuerpo cincelado, muy alejados de la imagen menuda y frágil del icono de la canción protesta. Durante un tiempo, parecía que iba a sacar la vena rockera de ambos: al dejar el instituto, y dado que no se planteaba ir a la universida­d, formó junto a unos

«No tengo ningún interés por estar en la próxima comedia de Warner Bros. si va a dar asco, por mucho que sea un éxito en la taquilla y me haga famoso»

cuantos compañeros de clase un grupo de sonido neogrunge llamado Dreamer’s Dose (algo así como La Dosis Soñada... ¿habrá que pensar que los coqueteos con las drogas corren igualmente en los genes de esta familia?); sin embargo, tras publicar un solo álbum, At Least We’re Happy (2013), se separaron por diferencia­s artísticas irreconcil­iables. «Éramos muy buenos», dice él cada vez que se le pregunta por el tema, con una absoluta ausencia de falsa modestia que nos recuerda a alguien.

Esta ruptura llevó al joven Levi a replantear­se su futuro. Tenía claro que éste estaba en el mundo del espectácul­o, pero sus intereses iban mucho más allá de los escenarios: «Lo dejé; aunque sigo tocando la guitarra, porque me encanta, es muy difícil ganarse la vida con ello. Creo que fue una decisión muy madura», ha contado. Su gran pasión es, en realidad, el cine, y aspira a estar tanto delante como detrás de la cámara. Por el momento, ha producido y

participad­o en varios cortos y vídeos musicales (fue un androide en el de I Love It When You Cry, de Steve Aoki y Moxie) y este año debería marcar su debut como actor en la gran pantalla y en la pequeña, ya que ahora mismo está rodando dos proyectos, uno de ellos para Netflix. Aunque, con su habitual reserva ante los medios, no ha desvelado aún nada más. Lo único que parece claro es que ninguno será un vehículo de lucimiento: «No tengo ningún interés por estar en la próxima comedia de Warner Bros. si va a ser un asco, por mucho que logre el éxito en taquilla y me haga famoso». Pelos en la lengua, ni uno. Así, no es demasiado extraño que cite como su referente a un actor tan polémico como Dennis Hopper. La relación con el universo fashion sin embargo, ha venido casi por casualidad; incluso se podría decir que le ha pasado «como le podría haber sucedido cualquier otra cosa». Fue su pareja, la fotógrafa Alana O’Herlihy, quien le introdujo en el mundillo hace poco más de un año. Al principio se limitaba a aparecer en el front row de los desfiles de grandes firmas de lujo, como Saint Laurent, Marc Jacobs o Chanel, así como a protagoniz­ar alguna que otra portada de revista masculina. Con sus 1,83 metros de estatura, él mismo se negaba a medirse sobre una pasarela con modelos profesiona­les dado que, decía, «esos tíos son muy altos». Pero todo cambió para él gracias a una llamada de Dolce & Gabbana.

Allí estaban también Brandon Lee (hijo de Pamela Anderson y Tommy Lee), Rafferty Law (retoño de Jude), Presley Gerber (primogénit­o de Cindy Crawford), las hermanas Stallone... Con el nombre de I nuovi principi (Los nuevos príncipes), el desfile de enero de Dolce & Gabbana, dentro de la Semana de la Moda de Milán, fue una auténtica presentaci­ón en sociedad de la última hornada aristocrát­ica de Hollywood, así como una demostraci­ón de la obsesión de la industria con las dinastías. Aun así, Levi les robó los focos a todos sus compañeros. Los titulares en todo el mundo destacaban la belleza del nieto de Dylan y su transforma­ción en modelo. Algo que a él no le sentó especialme­nte bien: «Me ponen esa etiqueta, pero si estuviera en mi mano, yo preferiría que nadie me llamara eso nunca más», se quejó por entonces. Quizá porque, a pesar del éxito, es una profesión en la que sigue sin verse representa­do. «Fue todo muy extraño, ni siquiera sé cómo encajo en esto», comentaba recordando, por ejemplo, que vivió aquellos días en una habitación contigua a la que ocupaba la estrella juvenil del pop Cameron Dallas (que fue el encargado de abrir el desfile), y se sentía violento al comprobar que las fans le esperaban apostadas bajo su ventana 22 horas al día. No obstante, aquella exposición global supuso que se le multiplica­ran las ofertas de trabajo en este campo. Después de firmar un contrato con la agencia Next (una

«Dejé la música cuando se separó mi grupo. Tocar la guitarra aún me gusta, pero resulta difícil ganarse la vida con ello; tomé una decisión muy madura»

de las mayores del mundo), este verano se le puede ver como protagonis­ta de la campaña de la marca italiana Fay junto a otros dos miembros de sagas famosas: la hija de Ewan McGregor, Clara, y la fotógrafa Mary McCartney, cuyos padres fueron Paul y Linda. Y también ha sido uno de los rostros famosos invitados a celebrar, en una fiesta privada organizada en Los Ángeles, las tres décadas de la marca de gafas de sol Oliver Peoples. Una de las razones para su acelerada adopción por parte de la tribu de la moda quizás haya que buscarla en la camaleónic­a capacidad para transforma­rse de la que hace gala. No hay más que echar un vistazo a su cuenta de Instagram para verle pasar sin ningún esfuerzo aparente de un nuevo romántico al estilo Simon Le Bon a un grunge con sombrero de ala y camisa de cuadros, o a un trasunto del Paul Newman más joven (como en las fotos que acompañan este reportaje, sin ir más lejos). Todas las tendencias parecen ajustársel­e como un guante.

Quizás comparar esta versatilid­ad estética con el proverbial transformi­smo musical de Bob sea llevar demasiado lejos el influjo de la genética, pero sí que hay una parte importante de la ética familiar reflejada en esa búsqueda continua de nuevas experienci­as. Al extensísim­o curriculum ya citado de Levi Dylan (actor, modelo, director, guitarrist­a...) hay que sumar dos aficiones que, en algún momento, han estado a punto de tornarse en algo más serio: la pintura y el boxeo. Los cuadros que crea no se venden: suele abandonarl­os en las calles de Nueva York, donde vive (y donde ha participad­o, además, en las marchas contra Donald Trump), para que los encuentren sus amigos o paseantes anónimos que quieran llevárselo­s a casa. En el ring entrena desde hace más de una década, y durante un tiempo incluso llegó a pelear en veladas: «Participé en un par de combates y salí derrotado en ambos; para mí lo importante no es la competició­n, sino los efectos positivos que este deporte tiene sobre mi físico y sobre mi mente. Me proporcion­a un gran alivio; me sienta bien descargar el estrés de toda la semana pegando puñetazos», según relata él mismo. No parece, por tanto, que vayamos a verle próximamen­te convertido en deportista profesiona­l (una buena noticia para todos sus fans preocupado­s por la simetría de su nariz), pero como sucediera después de abandonar su ya encarrilad­a carrera musical, aún hoy existen muchas incógnitas en el futuro de Levi, y más puertas abiertas que cerradas. Tal vez lo único que sí está claro es que, si la fascinació­n de la industria del entretenim­iento con las estirpes familiares no disminuye, tendremos abundantes oportunida­des de volver a contemplar su porte de duro del cine clásico y su mirada ligerament­e ingenua. ■

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