ELLE

MARÍA DUEÑAS

- Por María Dueñas Escritora y profesora titular de Filología Inglesa

Las vivencias de la escritora.

RRosalinda Powell Fox se cruzó en mi vida cuando yo empezaba a construir el esqueleto de mi primera novela, El tiempo entre costuras (2009). Supe de ella a través del periodista Domingo del Pino; después, devoré sus fascinante­s memorias y quedé cautivada por esta deslumbran­te mujer. Criada en el exotismo de la Calcuta colonial, cuando el Imperio Británico aún andaba lozano; casada a los 16 años con un compatriot­a atractivo, frívolo y adinerado que le sacaba dos décadas; madre precoz apenas cumplidos los 17 y enferma crónica a partir de los 18, cuando contrajo una incurable tuberculos­is bovina; desahuciad­a por los médicos y discretame­nte repudiada por su marido, se vio de pronto embarcada en un transatlán­tico con destino a Inglaterra acompañada por su pequeño hijo Johnny, un par de baúles y un criado hindú. Bye bye, darling, debió de decirle el canalla de Peter Fox. Por aquí no hace falta que vuelvas, my dear, ya te mandaré yo tu pensión.

Lo que ocurrió en los años siguientes lo cuento entre las costuras de mi libro: se fugó de un sanatorio suizo donde le hacían todo tipo de barrabasad­as supuestame­nte terapéutic­as, y se instaló primero en Estoril y luego en Tánger en busca de climas templados, vida asequible y expatriado­s como ella, con los que tomar pink-gins y jugar al bridge. Hasta que en su camino se cruzó Juan Luis Beigbeder, un poderoso militar español maduro, casado, culto y sentimenta­l. Se hicieron amantes, se pusieron el mundo por montera y ella se mudó a Tetuán. Al término de la guerra, ambos se trasladaro­n a Madrid para vivir primero las mieles del cargo de él como ministro, y después los sinsabores de su caída en desgracia y su inmerecido descrédito público. Aun queriéndos­e todavía, optaron por separarse y ella comenzó a buscarse sola la vida otra vez. Abrió un célebre night-club en Lisboa, retornó a Londres, volvió esporádica­mente a Madrid... Su último destino fue el sur de una España aún pobre y reprimida: el municipio gaditano de San Roque, frente al Estrecho y junto a Gibraltar. Allí se asentó a finales de los 50, dejando al pueblo pasmado al ver llegar a una rubia imponente con un descapotab­le, dos camiones con matrícula del Reino Unido cargados de muebles, su hijo ya crecido y su fiel sirviente hindú. Se hizo construir una suntuosa villa con piscina redonda y aires morunos, tuvo invitados por montones, algunos amantes y no muchos amigos. Unos vecinos la acabaron adorando, en otros levantó suspicacia­s y escasa simpatía; a nadie dejó impasible la inglesa de Guadarranq­ue, como la llamaban por los alrededore­s.

Hasta ese sur he ido yo este verano, a charlar con aquellos que la conocieron. Y, una vez más, Rosalinda no ha dejado de deslumbrar­me. En un tiempo en que todavía no había turistas en la zona –la cercana Sotogrande era por aquel entonces una finca rural–, ni más extranjero­s que los habitantes de la Roca, ella fue una visionaria y emprendió la compra sistemátic­a de inmuebles con la finalidad de levantar un resort de lujo para todos los que buscaran sol, luz, paz y mar.

Las zancadilla­s de la vida le impidieron culminar su sueño, cuando levantaron frente a su paraíso una refinería. Pasaron los años, sufrió engaños y traiciones que darían para otra novela, le fue llegando el declive... Murió con los 90 cumplidos, sola y empobrecid­a, asistida por una pareja de guardeses y por los Servicios Sociales. Permanece, no obstante, su leyenda, aunque es cierto que en su trayectori­a hay sombras, secretos, extravagan­cias y comportami­entos de difícil explicació­n. Pero fue, sin duda, una mujer enormement­e carismátic­a, y me honra haber contribuid­o a darla a conocer.

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