LONDRES NO SE ACABA NUNCA
Vuelvo, una vez más, a Londres. Me siguen impresionando las cosas de siempre y, al mismo tiempo, me sorprende tanta novedad a la vuelta de cada esquina. Recorro las calles de la ciudad siguiendo mis huellas del pasado, de otros viajes, de otras personas. Veo de pasada el banco donde solía sentarme a comer un sándwich en mis descansos. O el restaurante japonés al que iba a darme un capricho cuando cobraba. O el Tesco donde comprábamos cookies XXL, vino barato y flores; productos de primera necesidad. En Londres, todo es moderno y clásico al mismo tiempo. Lo que siempre me ha encantado de esta urbe es que anuncien libros y discos en el metro. Una metrópoli con principios. Observo a un chico llorando desconsoladamente mientras se desliza con gracia sobre uno de esos patinetes ultratecnológicos, lo cual da a la escena un tono bastante tragicómico. Lo dicho: todo es moderno y clásico a la vez. Me quedo en un hotel en Shoreditch que tiene que ser lo más parecido al paraíso de los hipsters en la tierra. La habitación tiene tocadiscos y una colección de vinilos. De nuevo esa mezcla de lo moderno y lo clásico. No conocía demasiado esta zona del este de Londres, revitalizada en los últimos años. Tengo al lado un sinfín de tiendas de diseño, una de JW Anderson y una floristería imponente. Me quiero comprar tantas cosas bonitas que, al final, me bloqueo. Me recuerda a cuando me llevaron de pequeño a la extinta FAO Schwarz en Nueva York y, al final, tras meses esperando ese momento, me abrumó la inmensidad de aquel sitio, tantísima oferta, y me fui con las manos vacías. A veces, supongo, es bueno cierto sentido de la frugalidad y quedarte sólo con dos o tres cosas. No querer abarcar todo. O te atragantarás. Con Londres pasa lo mismo. De este viaje recordaré una exposición de Basquiat en el Barbican, tres personas elegantísimas que me he cruzado por la calle, un restaurante de dim sums que me ha vuelto loco y un paseo nocturno por la City (me gusta lo fantasmagórico de las ciudades financieras por la noche). Y, sobre todo, me quedo con todo lo que me he ahorrado. Ya volveré. Aunque, al final, no me he atrevido a comprarme un abrigo largo y sé que me arrepentiré toda mi vida, como aquella vez en la FAO. Pero Londres, a diferencia de las jugueterías, no se acaba nunca.