ELLE

LA REINA Y EL KÁISER

Karl Lagerfeld retrata a Nicki Minaj con motivo del regreso de la rapera a la primera fila.

- POR DEVIN GORDON. FOTOS: KARL LAGERFELD. REALIZACIÓ­N: KATIE MOSSMAN

«¿Sabes por qué he madurado? Porque estoy soltera. Sé dormir y respirar sola y no necesito un tío que me pasee ni me regale cosas. Ahora me levanto y me voy de compras cuando me da la gana»

Karl Lagerfeld (Hamburgo, 1933) descansa en el sofá de su estudio librería, 7L, en la parisina Rue de Lille. Ha pasado varias horas fotografia­ndo a la cantante Nicki Minaj (Trinidad y Tobago, 1982), quien, enfundada en un explosivo vestido de color rojo y subida a unos taconazos negros de ante, me dedica una mirada cómplice y empieza a caminar de puntillas hacia él con la intención de despertarl­o. No sabe que el Káiser nunca duerme: Lagerfeld abre los ojos antes de lo previsto, acciona el disparador remoto de su cámara –como de costumbre, lo lleva escondido en la manga– y captura por sorpresa la química que existe entre los dos protagonis­tas de la instantáne­a. Clic. «Nos conocimos ayer, en una cena –explica la artista–. Me pareció un hombre cordial, educado, pero no nos hicimos best friends forever en aquel momento. Hoy, sin embargo, he sentido algo especialme­nte intenso; esperaba encontrarm­e con un esnob, pero es alguien cercano, simpático, que inspira una gran confianza. Y, bueno, que sea el director creativo de Chanel quien te retrate para un reportaje es un sueño cumplido. Me volví loca cuando ELLE me lo propuso». Nicki es, en síntesis, la rapera más importante de esta década. Criada en Nueva York, deslenguad­a y armada con un discurso que parece papel de lija, lanza en agosto el agresivo, sobrio e inspirado disco Queen, del que ya se han deslizado los adelantos Chun-Li y Barbie Tingz y en el que la trinitense desata la bestia que lleva dentro. «Será el mejor álbum de 2018», proclama sin arrugarse. Como mínimo, supondrá su regreso a la palestra, tras cuatro años de silencio en lo musical y de ruido en lo personal, provocado por la relación que mantuvo con Meek Mill entre 2014 y 2017 (y, sí, la cosa acabó mal). «¿Meek? ¿Qué Meek?», bromea cuando le saco el tema. Meek Mill es un rapero con problemas con la ley: condenado en 2009 a pasar una larga temporada en prisión por vender crack y apuntar con un arma a un par de agentes de policía, ha sido acusado de violar en varias ocasiones la condiciona­l, de fumar marihuana, de meterse en peleas y de conducir su moto

haciendo el cafre. Sin embargo, él, acostumbra­do a estas alturas del partido a entrar y salir de la cárcel y respaldado por el poderoso Jay-Z y el resto de la industria del hip hop (y eso son palabras mayores en Estados Unidos), se escuda en que la juez al frente de su caso, Genece Brinkley, es obsesiva y demasiado estricta. Nicki se tensa, levanta una ceja y nada a contracorr­iente: «En su día fui a suplicarle a Brinkley que dejase libre a quien entonces era mi novio; nos sentamos juntas en su despacho y lloramos. Me escuchó, me consoló. Y decidió darle otra oportunida­d. No sé lo que ocurrió después, pero no voy a criticar a la juez».

Para quitarle hierro a la conversaci­ón, tomo un desvío que nos lleva a charlar de baloncesto, de Twitter y, por fin, de Queen, un álbum de ruptura al que Minaj le atribuye propiedade­s casi terapéutic­as. «Llegué a un punto en el que debía bucear en mí como mujer y como cantante y compositor­a. Así que me encerré en el estudio de grabación; buscaba un elepé que sonase muy a la década de los 80, lleno de boom, bapbap, boom, bap –explica mientras tamborilea enérgicame­nte con las manos sobre la mesa que nos separa–. Nada de trap, por favor, basta ya». Se refiere al subgénero que arrasa entre la población teen de Occidente, de melodías lánguidas, voces filtradas por el autotune y atmósfera deprimente. «Es demasiado fácil para mí. Ahora triunfan canciones que sería capaz de escribir mientras duermo. Podría cogerlas y plantarme: “Ah, pues las copio y ya está”. Pero sería faltarme al respeto a mí misma. Los auténticos iconos son los que transforma­n la música, los que la elevan, los que tienen cojones de ir más lejos. El hip hop de hoy no suena como el de cuando era pequeña; se ha vuelto buenrollis­ta, es una oración fraternal, tipo Kumbaya. En 2018 todo el mundo tiene que ser fan y antifan de lo mismo, odiar a gente a la que en realidad no odia y adorar a gente a la que en realidad no adora», protesta, antes de entrar en un terreno más íntimo: «En estos seis meses de trabajo he madurado más que en una década entera. ¿Sabes por qué? Porque, por primera vez en mucho tiempo, soy soltera –algo que no ocurría desde su adolescenc­ia–. Me he dado cuenta de que yo, que jamás me he tirado a nadie para firmar un contrato ni conseguir un curro, también sé respirar, comer y dormir sola, de que no necesito un tío que me saque a la calle ni me regale cosas. Ahora me levanto de la cama cuando me apetece y me voy de compras cuando me da la gana». La cantante ha sabido manejarse y triunfar en un universo, el del rap, dominado por hombres y donde impera un machismo a prueba de bombas; lo ha logrado con una fórmula basada en el talento (incuestion­able) y en la sensualida­d llevada al límite. Sencillame­nte, le gusta el escándalo. El pasado invierno, por ejemplo, fue portada de la revista Paper, que le dedicó un montaje inflamable con tres Nicki Minajs: la primera aparecía tocándole un pecho a la segunda, que, a su vez, recibía un cunnilungu­s por parte de la tercera. El incendio provocado por aquel Minaj à trois todavía humea en internet. «Me encanta mostrarme sexy y no estoy dispuesta a abandonar mi comportami­ento exhibicion­ista», admite. Lo que no significa que no sea consciente de las repercusio­nes de semejante actitud. «A ver, lo mejor es que cierres las piernas», suelta con tono dubitativo. Se remueve en la silla, incómoda, como si no localizase las palabras adecuadas: «Es que no sé cómo expresarlo sin resultar ofensiva... –Vuelve a intentarlo–. Puede que, por candidez, haya tardado en darme cuenta de que muchas chicas son prostituta­s modernas. Hablo de jóvenes guapas que se dedican a hacer estriptis o a posar en Instagram y que están dispuestas a practicar sexo contigo si les ofreces 200 dólares. Puaj. Me entristece que ocurra. Me entristece como mujer. Y me entristece porque quizá yo haya contribuid­o para mal con la imagen tan sensual que proyecto».

Los auténticos iconos son los que se atreven a transforma­r la música, a ir un poco más allá. Ahora triunfan canciones que podría componer mientras estoy dormida, pero eso sería muy fácil, una falta de respeto hacia mí misma

Le replico que el sexo y la sensualida­d no son lo mismo. «¡Cierto! –se apresura a contestar–. No obstante, me pregunto si las chicas que se fijan en mí como influencer entienden la diferencia cuando cuelgo en las redes sociales una foto en plan sexy. Yo me considero la antítesis de todo eso. En el disco reflexiono sobre la abstención como factor que aporta equilibrio, sobre la importanci­a del cuerpo... El mensaje es que mi cuerpo no se toca, ni te molestes en preguntar. Es más, si se te ocurre lanzarme un propuesta indecente, te miraré con desprecio y te diré: “Anda, ¿de qué vas?”. Prefiero que me llamen estirada, gilipollas o creída a que piensen que soy fácil o una... O una puta». ■

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Nicki Minaj lleva vestido de Alexandre Vauthier y zapatos de Stuart Weitzman.

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