ELLE

EL CORDOBÉS

El torero nos abre en exclusiva las puertas de su refugio para hablar de una nueva etapa en su vida.

- POR GEMA VEIGA. FOTOS: MARIO SIERRA. REALIZACIÓ­N: NURIA SÁNCHEZ

Hay un nido de golondrina­s en el porche. Entran y salen por las ventanas de la casa de dos plantas, entre acres y acres de encinas. A un lado, una piscina, donde se bañan los niños, Triana y Manuel. Al otro, una miniplaza de toros gastada por el sol. Estamos en Cerro Negro, el hogar de Manuel Díaz el Cordobés. Aquí, bajo la paz de las dehesas sevillanas y el amor de su mujer, Virginia Troconis, acaba de celebrar 50 años de vida, 25 como matador. Ha zanjado sus corridas para asumir una operación en la que le han cambiado parte de la cadera por una prótesis de titanio. El móvil y la televisión están apagados. En la puerta, más de 30 paparazzi quieren saber de su destino. Mientras, él me habla como si nada hasta que cae la noche. Un relato de cosas jamás contadas. Me quedo a cenar. Ahora la mesa del porche está llena de platos y velas. Lo rodean su madre, su hermano, sus amigos de siempre. Las golondrina­s han cedido su canción a los grillos, como él cederá su traje de luces a otras pieles. Y, cuando todo se calla y la grabadora se apaga, una entiende que lidiar la adversidad con el corazón ha convertido a este gran torero en un hombre ejemplar, un sabio, un hijo predilecto de la vida. Y que las tardes de gloria son tardes como esta.

¿Podrías definir con una sola palabra este momento vital?

De plenitud. Con familia, amigos. Conmigo mismo. Cinco lustros retirado en el campo: ¿qué significa esta casa? El campo da la paz que necesito. Este es el rincón donde me he refugiado en mi alegría y también en mi dolor. Recuerdo el día que llegué a esta finca; sentí por primera vez que había logrado algo por mí mismo. Y me lié a abrazar a los árboles. Sí. Los abrazaba y les decía: «Ahora yo formo parte de vosotros y vosotros de mí». Fueron muchos los días de hablar sólo con ellos. Aquí se ha creado mi historia. En este lugar invoqué mis sueños; muchos se han cumplido. Otros no.

¿Cuáles están por venir?

Pasear por estas tierras con mi padre. Es un sueño que sé que no se va a cumplir. Pero fíjate que hay una cosa que está clara: he logrado pasar de no querer ser una anécdota en la vida de un padre a que el hecho de tener o no un padre sea una anécdota para mí. Hay algo de lo que nunca he hablado, y te lo voy a comentar a ti (guarda un largo silencio). Yo nunca he sentido la vocación de ser torero. Ser torero fue una venganza por amor. Tenía diez años cuando mi madre me llevó delante de un hombre y me dijo: «Este es tu padre». Y ese hombre, que estaba en un coche, le dijo al chófer: «¡Tira. Arranca!». Yo me quedé en medio de la calle, viendo a mi madre destrozada, llorando, porque él me había rechazado. Ahí empieza mi venganza por amor, que consiste en convertirm­e en torero, llamarme el Cordobés e intentar buscarlo por otros caminos. Es la primera vez que confieso que he sido torero obligado por las circunstan­cias, por reparar un daño, por devolverle su sitio a una mujer. Me creí esa historia como la solución para restituir el honor de una madre.

¿Nunca te planteaste otro rumbo?

(Duda). Hubo un momento en el que pude optar por llevar mi historia a los platós de televisión. Cuando apareció esa ocasión me dije: «No, la voy a llevar a los ruedos. Voy a tener que jugarme la vida, pero sé que ahí es donde esta historia logrará mayor repercusió­n, donde sé que encontraré más aliados que crean en mí». Cuando digo que el toro me lo ha dado todo no me refiero a lo material, sino a que, gracias a esa profesión, España me aceptó, me creyó. Y que alguien te crea da mucha fuerza. Porque, al final, la credibilid­ad te lleva a encontrar tu verdad. A mí el mundo de los toros me alzó en volandas, pero fue la gente la que me hizo volar al regalarme alas con su cariño para llegar adonde estoy. Madre sólo hay una, pero, al final, yo he tenido muchos padres, ¿sabes?

Puedes explicarme eso, por favor? Yo cogí el padre que tenía en la cabeza –en este caso, un torero famoso– y le puse el carácter, los valores, de cada hombre que me ha ayudado en la vida. Creé un ídolo, que era lo que yo perseguía. Por eso superar a ese padre ni él mismo es capaz de hacerlo.

¿De qué almas está hecho ese padre?

De muchas. Busqué el calor de un padre en cada gran persona que se me ha acercado. Paquirri, en el ruedo, fue uno. Y José Luis Martín Berrocal, mi suegro, que en paz descanse, fue durante mucho tiempo mi padre en lo vital. Porque a mí lo que me preocupa de verdad es saber de la vida.

¿Qué es lo último que has aprendido de ella?

Que nunca hay que hacerles a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Pero, también, que el miedo a veces nos empuja a hacer cosas que no queremos porque, cuando se apodera de nosotros y se convierte en pánico, nos bloquea. Por eso lo que pasó con mi padre lo veo hasta normal. No le guardo rencor. Lo que sí creo es que en esta vida un hijo no puede ser un error. Aunque no lo quieras, un hijo es una bendición que Dios se la permite a muy pocas personas. A lo mejor algún día él se da cuenta de que lo necesita. Y yo estaré ahí, sin ira y sin exigir nada a cambio. Porque todo lo que yo necesito en mi existencia, hoy por hoy, ya lo tengo.

Y eso es...

Ser una persona que transmite paz a quienes se encuentran a mi lado, incluidos mis hijos. Para eso no hace falta dinero, sino estar muy tranquilo con uno mismo. Y yo cada vez lo estoy más. No creo en eso de tanto tienes, tanto vales; a mí lo que me gusta es sentarme con los pastores, con las señoras mayores. Esa sabiduría es la riqueza que uno se va a llevar.

Además de en el ruedo, ¿has toreado contigo mismo?

Es que, si no hubiese trabajado en mí mismo, habría terminado loco, matando a alguien, matándome yo o dedicado a cualquier cosa mala. Porque a mí me pasó por delante de todo. A los 18 años tuve mil posibilida­des. Y las más fáciles a lo mejor no eran las más buenas. Me salvó eso, que nunca busqué algo fácil, sino algo que me llenara. Gracias al mundo del toro me reconduje muchas veces.

Después de lidiar con tanto, ¿cuál ha sido tu mayor faena?

Dominar el ego. Para entender que es algo que hay que mantener a raya, porque siempre nos lleva al conflicto, me ayudó mucho El poder del ahora, de Eckhart Tolle. Es un libro que marcó un antes y un después de mi vida. Habla de lo bueno que es estar centrado en el presente. Ahí cambia todo. Deepak Chopra es otro crack que me ha ayudado mucho a través de sus obras. Por lo demás, ahora me entreno cada día, pero para ser mejor persona. Para ser capaz de arrepentir­me de lo que he hecho mal. Para tropezar y levantarme. Y eso es lo que les enseño a mis hijos. Mi madre me crió en la armonía del amor. Cuando me encuentro a mujeres en la calle que me abrazan porque han tenido un hijo en mi misma situación, les digo: «¿Sabes en lo que tienes que volcarte? En quererlo un montón para que pueda repartir mucho cariño. Porque somos especiales».

Ya que hablamos de las cornadas de la vida, tu operación de implante de cadera trae un adiós... Recuerdo que alguien me dijo que con una prótesis no se podía torear. Y le contesté: «Yo voy a intentarlo». Si quedo bien de la operación, tendré que cerrar el círculo con una corrida, pero ya estoy de salida. Está claro que mi ciclo ha terminado. En el toreo, al que le estaré eternament­e agradecido, ya he conseguido lo que buscaba: encontrar mi verdad. Eso me ha supuesto 22 cornadas, y por ninguna he cogido una baja médica, hasta ahora. Y ya hay otra gente que necesita este escenario más que yo. Es tiempo de dejar libre el espacio que ocupo. Fíjate, para que, en un momento dado, lo coja mi hermano Julio: hace un año y pico que nos conocemos y él también es hijo del Cordobés. Igual esta etapa de mi existencia es una ocasión para compartir con un hermano que ha llegado como un regalo de la vida. Porque para mí ha sido importante que él me dijese: «Yo sí te acepto». Él merece ser el Cordobés tanto como yo. Uno tiene que saber cuándo ha llegado su momento. Y, ahora que observas cómo se alejan los ruedos de tu vida, ¿dónde divisas tus nuevos horizontes?

Hoy en día lo que más me motiva es tener proyectos en común con Virginia. Con mi familia. El otro día se me ocurrió decirle a mi hija Triana: «Vamos a comprar una furgoneta de esas de camping y nos marchamos a recorrer Europa». Y me lo recuerda todos los días: «¡Papá, papá!, ¿lo de furgoneta cuándo?» Ahora mismo mis metas están en compartir con mi mujer, con mi madre, con mis hijos, que ya me piden que deje los toros. Los mejores regalos que podemos hacernos son vivir momentos bonitos con nuestra gente.

Qué importanci­a tiene Virginia en que seas la persona que eres? Mi mujer es un ser humano que traspasa lo extraordin­ario. Es mi amiga, mi compañera, mi otra mitad, la parte fuerte. Aunque no lo parezca, soy una persona francament­e frágil: necesito mucho apoyo de los demás. Siempre va conmigo una imagen en la que me acurruco junto a Virginia. Es justo antes de salir torear. Le estoy diciendo lo a gusto que me siento con ella, cuando una hora más tarde estaré expuesto a cosas que no controlo. En realidad, todos nos hemos acoplado a Virginia, giramos a su alrededor. Ella es la que pone cordura en todo. Es nuestra luz.

Dime, ¿cuál es el secreto del amor?

Yo vivo enamorado. Es verdad. Pero el amor es algo que se cultiva. Así ha de ser para que pueda ser. El primer año que pasé con Virginia todo fueron estrellas y fuegos artificial­es. Cualquier canción me recordaba a ella. Hasta la música del telediario. Eso es precioso, pero, si fuera eterno, sería un coñazo. Y un desgaste brutal. Esa sensación de tontería, lo de cuelga tú, no, no, cuelga tú... Y veinte minutos de cuelga tú. Si ahora se me ocurre venirle a Virginia con un cuelga tú, me contestará: «¿Tú eres tonto?». De hecho, a veces aún se lo digo de broma (risas).

Si tuvieses que titular esta entrevista, ¿qué me dirías?

Que todo comienza. Que se ha terminado mi profesión, pero que el torero es un traje, algo que yo me pongo. Al torero lo he creado yo. Me quito el disfraz. ¿Qué soy ahora? Ahora soy yo. A lo mejor dentro de cuatro años nos vemos y me preguntas: «Manuel, ¿a qué te dedicas?». Igual te digo: «Pues tengo una cabaña donde se cocina sólo para 30 personas y soy el cocinero. ¡No sabes cómo me sale la besamel de las croquetas!». Para mí no ha terminado nada. La vida me hace otra invitación y la acepto. Todavía tengo fuerza. Esto no es un final. Es una oportunida­d de volver a empezar.

(Enciende el móvil. Entre las decenas de mensajes, uno de su cuadrilla: «Usted siempre lo dice: nada en su camino fue fácil. Desde el principio. Y siempre salió victorioso. Lucha tras lucha ha conseguido estar en lo más alto; por eso este es un reto más, maestro. Y saldrá, una vez más, por la puerta grande»). ■

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