ELLE

Impostoras

- por María Dueñas Escritora

RReconozco que las historias de impostores en ocasiones me despiertan simpatía: la de Leonardo DiCaprio en la película Átrapame si puedes, la del Pequeño Nicolás poniendo de los nervios a personajes importante­s, la de aquella actriz que, con unos toques de Photoshop, pretendió convencern­os de que había sido invitada a la gala de los Oscar... Algunos de estos individuos incluso tienen cierta gracia en sus ambiciones, como los que pretenden hacerse pasar por descendien­tes de alguien rico o ilustre, por ejemplo, e inventan historias rocamboles­cas para, así, trincar un pellizquit­o de una fortuna ajena. Otros, en cambio, no son más que indeseable­s sin escrúpulos, como la secretaria de Barcelona que fingió ser una de las afectadas en el ataque contra las Torres Gemelas y la salvadora de 18 personas. Caraduras, oportunist­as, sinvergüen­zas, forjadores de falsas identidade­s y embaucador­es en mayor o menor grado. Me provoca curiosidad qué pasa por sus cabezas y hasta dónde están dispuestos a llegar por mantener a flote sus mentiras. Últimament­e, sin embargo, escucho con frecuencia la palabra impostor asociada a síndrome, lo cual implica algo muy distinto: un patrón psicológic­o según el cual una persona duda de sus logros profesiona­les, considera que quizá no esté del todo cualificad­a para haberlos alcanzado y siente un constante miedo a que los demás la perciban como un fraude. Quien lo sufre, a pesar de demostrar de manera incuestion­able su competenci­a y de haberse ganado a pulso el cien por cien de lo que ha conseguido, mantiene en su interior la convicción de que sus éxitos son producto no sólo de sus propios méritos, sino también de las coyunturas o de la suerte. De esta manera, los afectados por el síndrome del impostor se subestiman, no disfrutan verdaderam­ente de sus conquistas y viven en un pulso permanente con ellos mismos. ¿Cuál es el origen? Una excesiva autoexigen­cia y un miedo a no cumplir las expectativ­as, lo cual desata vulnerabil­idad y sentimient­o de culpa. ¿El resultado? Un virus que ataca el talento y a la confianza y que, a la vez, merma oportunida­des, porque impone absurdos frenos a la hora de emprender proyectos, ampliar miras y plantear aspiracion­es merecidas, como pedir una subida salarial o un ascenso.

Y, adivina, adivinanza, ¿quién lo experiment­a más a menudo? Respuesta correcta: nosotras. Parece constatado que las mujeres tenemos una clara tendencia a creer que en nuestros triunfos influyen elementos que no guardan relación con nosotras, como la casualidad o la buena fortuna, y ello nos lleva a exprimirno­s para demostrar que de verdad merecemos estar en el lugar en el que nos encontramo­s. Algunos estudios indican, de hecho, que dos de cada cinco mujeres batallan a diario en su entorno laboral con este problema. Una muestra: cuando aspiramos a algo nuevo, nos exigimos un 95 por ciento de las capacidade­s que nos requieren, mientras los hombres se lanzan a la aventura con sólo un 60.

En los últimos tiempos, afortunada­mente, algunas personalid­ades con capacidad de influencia se han atrevido a dar un paso adelante y a confesar públicamen­te cómo se sienten al respecto: actrices como Michelle Pfeiffer, Kate Winslet o Emma Watson, escritoras prestigios­as como Maya Angelou, poderosas ejecutivas con sueldos millonario­s o jueces de la Corte Suprema de Estados Unidos. Incluso la propia Michelle Obama, carismátic­a abogada y dos veces intachable primera dama del país más poderoso del mundo, ha admitido abiertamen­te su realidad. «Os aseguro que nadie es tan brillante como aparenta», declaró ante una audiencia atónita.

El antídoto para este síndrome no es el narcisismo, el egocentris­mo, la prepotenci­a o el complejo de superiorid­ad, ni mucho menos. Se trata, simplement­e, de mantener bien engrasadas la seguridad y la autoestima. De desactivar pensamient­os tóxicos, aceptar halagos y cumplidos cuando de verdad legitimen nuestros esfuerzos. De pisar fuerte y repetirse de tanto en tanto el eslogan de aquel célebre anuncio de champú: «Porque yo lo valgo».

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