Impostoras
RReconozco que las historias de impostores en ocasiones me despiertan simpatía: la de Leonardo DiCaprio en la película Átrapame si puedes, la del Pequeño Nicolás poniendo de los nervios a personajes importantes, la de aquella actriz que, con unos toques de Photoshop, pretendió convencernos de que había sido invitada a la gala de los Oscar... Algunos de estos individuos incluso tienen cierta gracia en sus ambiciones, como los que pretenden hacerse pasar por descendientes de alguien rico o ilustre, por ejemplo, e inventan historias rocambolescas para, así, trincar un pellizquito de una fortuna ajena. Otros, en cambio, no son más que indeseables sin escrúpulos, como la secretaria de Barcelona que fingió ser una de las afectadas en el ataque contra las Torres Gemelas y la salvadora de 18 personas. Caraduras, oportunistas, sinvergüenzas, forjadores de falsas identidades y embaucadores en mayor o menor grado. Me provoca curiosidad qué pasa por sus cabezas y hasta dónde están dispuestos a llegar por mantener a flote sus mentiras. Últimamente, sin embargo, escucho con frecuencia la palabra impostor asociada a síndrome, lo cual implica algo muy distinto: un patrón psicológico según el cual una persona duda de sus logros profesionales, considera que quizá no esté del todo cualificada para haberlos alcanzado y siente un constante miedo a que los demás la perciban como un fraude. Quien lo sufre, a pesar de demostrar de manera incuestionable su competencia y de haberse ganado a pulso el cien por cien de lo que ha conseguido, mantiene en su interior la convicción de que sus éxitos son producto no sólo de sus propios méritos, sino también de las coyunturas o de la suerte. De esta manera, los afectados por el síndrome del impostor se subestiman, no disfrutan verdaderamente de sus conquistas y viven en un pulso permanente con ellos mismos. ¿Cuál es el origen? Una excesiva autoexigencia y un miedo a no cumplir las expectativas, lo cual desata vulnerabilidad y sentimiento de culpa. ¿El resultado? Un virus que ataca el talento y a la confianza y que, a la vez, merma oportunidades, porque impone absurdos frenos a la hora de emprender proyectos, ampliar miras y plantear aspiraciones merecidas, como pedir una subida salarial o un ascenso.
Y, adivina, adivinanza, ¿quién lo experimenta más a menudo? Respuesta correcta: nosotras. Parece constatado que las mujeres tenemos una clara tendencia a creer que en nuestros triunfos influyen elementos que no guardan relación con nosotras, como la casualidad o la buena fortuna, y ello nos lleva a exprimirnos para demostrar que de verdad merecemos estar en el lugar en el que nos encontramos. Algunos estudios indican, de hecho, que dos de cada cinco mujeres batallan a diario en su entorno laboral con este problema. Una muestra: cuando aspiramos a algo nuevo, nos exigimos un 95 por ciento de las capacidades que nos requieren, mientras los hombres se lanzan a la aventura con sólo un 60.
En los últimos tiempos, afortunadamente, algunas personalidades con capacidad de influencia se han atrevido a dar un paso adelante y a confesar públicamente cómo se sienten al respecto: actrices como Michelle Pfeiffer, Kate Winslet o Emma Watson, escritoras prestigiosas como Maya Angelou, poderosas ejecutivas con sueldos millonarios o jueces de la Corte Suprema de Estados Unidos. Incluso la propia Michelle Obama, carismática abogada y dos veces intachable primera dama del país más poderoso del mundo, ha admitido abiertamente su realidad. «Os aseguro que nadie es tan brillante como aparenta», declaró ante una audiencia atónita.
El antídoto para este síndrome no es el narcisismo, el egocentrismo, la prepotencia o el complejo de superioridad, ni mucho menos. Se trata, simplemente, de mantener bien engrasadas la seguridad y la autoestima. De desactivar pensamientos tóxicos, aceptar halagos y cumplidos cuando de verdad legitimen nuestros esfuerzos. De pisar fuerte y repetirse de tanto en tanto el eslogan de aquel célebre anuncio de champú: «Porque yo lo valgo».