BRILLO NATURAL
Tiene 31 años y un Oscar, es la imagen de Louis Vuitton y en Hollywood se pelean por ella. A punto de estrenar ‘The Earthquake Bird’, la actriz se resiste a caer en las redes de la fama y disfruta de una vida libre de ‘paparazzi’ junto a su pareja, Michael Fassbender. Hablamos con ella de películas prohibidas, escapadas en furgoneta y occidentales perdidos en Japón.
Puedes medir la envergadura de una estrella de Hollywood en función del trajín de su equipo de prensa antes de una entrevista. Con la gente de confianza que rodea a la cotizadísima Alicia Vikander (Gotemburgo, Suecia, 1988), han sido necesarios 50 mensajes de correo electrónico para cerrar un sinfín de detalles, aparte de varias semanas para fijar la localización definitiva del encuentro. Primero, acordamos vernos en Londres. Después, nos propusieron –con ciertas dosis de secretismo– «algún sitio de Francia» (la intérprete estaba de vacaciones en el País Vasco en ese momento). Por fin, nos citamos en París: gracias a las gestiones de la firma Louis Vuitton, de la que Alicia es imagen, conseguimos un hueco en el emblemático Bar Hemingway, ubicado en el hotel Ritz. Con semejantes precedentes, esperamos que aparezca una criatura entre altiva y celestial, rodeada de algodones, con gafas ahumadas y maneras de diva oscarizada (en 2016, se llevó el premio en la categoría de Mejor Actriz de Reparto por su rol en La chica danesa), de las que ponen las cosas difíciles desde el minuto cero. Nada más lejos de la realidad. Quien se presenta en el lugar es una joven menuda, jovial y que desprende sencillez; trae las mejillas bronceadas por el sol de los Pirineos y nos planta a todos un par de besos directamente. Cuando el camarero, impecable, le sirve una Coca-Cola Light y un diminuto vaso de agua, le lanza con tono de chiste: «¿Eso es un chupito de vodka? Has pensado que iba a necesitarlo, ¿verdad?». Más allá de su capacidad para provocar carcajadas y generar complicidad, lo que Alicia no se toma a broma es su profesión. Al contrario: su carrera se desarrolla deprisa y con seriedad. Arranca en el año 2010 con pequeñas producciones en su país, acelera en 2012 con la teatral Anna Karenina (en ella comparte cartel con Keira Knightley) y se embala a bordo de Operación U.N.C.L.E. y Jason Bourne. Sin embargo, aunque estas dos cintas la consagran como heroína de acción, es en 2018 cuando su popularidad la consolida en la cima, al suceder a Angelina Jolie en el papel de la aventurera sexy Lara Croft (Tomb Raider). Ahora estrena en Netflix el thriller psicológico Earthquake Bird (aterriza en la plataforma el 15 de noviembre), donde encarna a una escandinava expatriada en Japón y acusada de la desaparición de una amiga. «La película explora el lado más íntimo de una joven sombría, solitaria y muy peculiar», describe la actriz, quien despliega en la pantalla un impactante abanico de expresiones, miradas cargadas de desdén, gestos de dolor y sonrisas sarcásticas.
Aveces –y no la culpamos por ello–, Vikander se ciñe a los tópicos del gremio en sus respuestas. Como cuando le preguntamos por el ambiente en el set de Earthquake Bird. «Realmente genial, con un montón de personas estupendas delante y detrás de las cámaras –contesta–. Al embarcarte en un proyecto y compartirlo con gente que te inspira, es cuando realmente sientes que eres creativa». Entonces, sospechamos que va a empezar a hablar sobre Japón, su casa durante tres meses y medio por exigencias del rodaje. Sorprendentemente, no recurre al manido discurso sobre el choque cultural que el país del sol naciente supone para los occidentales. «¿Sabes qué pasa? –plantea–. En Suecia comemos pescado crudo y toda clase de encurtidos, sabemos esperar en las colas, nos descalzamos cuando entramos en el hogar de nuestros amigos y nos hemos volcado en el diseño minimalista. Al final, no
Me encanta mi profesión, pero, al acabar un rodaje, lo que me apetece es irme a casa, en Lisboa. Allí los ‘paparazzi’ no existen, así que bajamos tranquilamente al mercado, vamos a la playa, recorremos la costa en nuestra furgoneta...
me he sentido tan distinta». De hecho, en el film cuenta con un buen puñado de frases en lengua nipona, y se ha esforzado en transmitir los matices y las sutilezas de cada palabra. ¿Le habrá ayudado en la tarea su capacidad con los idiomas? Insiste en que no, en que todo es cuestión de trabajo duro y de una gran autoexigencia, la misma por la que continúa apoyándose en un coach para perfeccionar un inglés que ya es perfecto. El afán de superación lo lleva grabado desde niña. Hija de una actriz de teatro y de un psiquiatra, dedicó su infancia y su adolescencia a la danza clásica (se entrenaba la friolera de siete horas diarias), hasta el punto de acabar trasladándose de Gotemburgo a Estocolmo para incorporarse al Ballet Real Sueco. Sumaba 15 años y un talento desbordante.
Sin embargo, en aquella época ya estaba forjándose su vocación de intérprete. La idea había comenzado a ilusionarle a los 13: se quedó sola en casa una tarde y, por una mezcla de curiosidad y morbo, puso el DVD de La pianista, dirigida por Michael Haneke; su madre le había prohibido verla, pero hablaba de ella con otros adultos como si se tratase de una obra maestra. «Bueno, enseguida entendí por qué estaba vetada, con esa carga de esas escenas sórdidas –de incesto y automutilaciones, entre otras prácticas–. ¡Imagínate! Tenía frente a mí al complejo personaje encarnado en cuerpo y alma por Isabelle Huppert, tan herido, tan extremo... Me entraron ganas de meterme en su cabeza. Pensé:
“¡Wow, eso es lo que quiero hacer yo!”».
En secreto, por miedo a que la despidiesen de la compañía de ballet, se presentó a una audición para Morse, una serie de televisión local. No sólo le dieron el papel: disfrutó como nunca. Poco después, una lesión la apartó de la danza, circunstancia que aprovechó para tratar de aprobar el examen de acceso a una escuela de teatro. Suspendió en dos ocasiones, pero no tiró la toalla. Por fin, a los 21, la realizadora Lisa Langseth le dio la oportunidad de colocarse
Pasé dos meses enteros haciendo mi propios vídeos de promoción: me grababa con una cámara, cortaba el resultado, lo editaba... Mandé las películas a un mo ntón de gente, ¡pero jamás me llamó nadie!
al frente del reparto de Pure. «Recuerdo que, a esa edad, fabricaba mis propios vídeos de promoción: me grababa con una cámara, pasaba el resultado al ordenador (podía tardar horas), lo cortaba, lo editaba... Llegué a montar alrededor de 20 películas a modo de currículum. No te miento: debí de invertir en ellas dos meses enteros de mi vida, y la verdad es que se las envié a un montón de gente... ¡Jamás me llamó nadie!». Entonces, se cruzó en su camino la adaptación al cine de Anna Karenina. Y la historia cambió.
Hoy por hoy, a Alicia Vikander se le acumulan las propuestas de Hollywood: encadena un rodaje detrás de otro a un ritmo vertiginoso –confiesa que raramente pasa más de tres semanas en el mismo sitio– y ha visto sus sueños cumplidos –de pequeña, ponía la alarma para ver la entrega de los Oscar en directo–. Por suerte, mantiene a raya la fama: «La industria perpetúa la maravillosa ilusión de que el cine es un país encantado. Por supuesto, adoro mi trabajo: me encanta estar en Los Ángeles o en Nueva York, ver a mis amigos... Pero, al terminar un trabajo, ¡estoy deseando volver a casa!» Esa casa es Lisboa, una ciudad «donde los paparazzi no existen» y en la que vive a gusto con su pareja, el también actor (y sex symbol) Michael Fassbender. «Bajamos al mercado, vamos a la playa, cruzamos al otro lado del Tajo a comer sardinas, practicamos acampada libre, recorremos Portugal en furgoneta y dormimos en la parte de atrás cuando encontramos un bosque bonito... Digamos que ante mí se abre un abanico de experiencias que están muy vinculadas a la belleza: un lunes acudo a un desfile increíble de Louis Vuitton, al día siguiente me alojo en el Ritz en París y el miércoles me pierdo en plena naturaleza y me preparo una cena especial». Es la rutina de una estrella que ha sabido conquistar el firmamento de Hollywood sin renunciar a seguir con los pies en la tierra. ■