MARÍA DUEÑAS
Estas son las vivencias de la escritora.
Acabo de mudarme de casa. Tras largos meses oyéndome decir voy a mudarme, me mudaré pronto, estoy a punto de mudarme..., por fin la cosa es un hecho consumado. La ropa está colgada en sus perchas o guardada en sus cajones, los platos, los vasos y las copas dentro de sus armarios, los libros se alinean en sus respectivos estantes y los cuadros llenan sus espacios correspondientes en las paredes. Todo ocupa su sitio al noventa por ciento más o menos: aún queda algún que otro cable suelto, dos o tres bolsas repletas de trastos, huecos a la espera de muebles imprecisos que igual tardan en aparecer. Pero sí, lo he conseguido realmente. Misión cumplida. Me he mudado. Y he sobrevivido.
Las mudanzas resultan por lo general sumamente estresantes. Además del desgaste físico que conlleva el hecho de desmontar y embalar el contenido para que todo, compactado al límite, quepa en un camión rumbo a su nuevo destino, en el plano emocional se sufre también un fuerte desgaste, con ansiedad, nerviosismo y miedos como síntomas frecuentes. Vaciar habitaciones trasciende el mero hecho espacial de sacar nuestras cosas de sus lugares habituales y nos acarrea un demoledor sentimiento de pérdida, obligándonos a hacer un viaje agridulce en el tiempo, recorriendo con nostalgia inevitable tramos de nuestra propia historia que ya no volverán nunca. Para lo bueno y lo malo, cerramos etapas, nos desprendemos de lo seguro y lo controlado, y nos aventuramos hacia lo incierto.
Oímos a menudo que las mudanzas resultan un gran detonador de angustia, por detrás tan sólo de coyunturas tan adversas como la muerte de un ser querido, un despido laboral o un divorcio. Incluso cuando todo fluye con relativa facilidad, incluso cuando cuentas con la ayuda de profesionales, la complicidad de los tuyos y muchas ganas de estrenar un hogar flamante, algo interno se nos quiebra ante la idea de abandonar ese lugar al que, durante un pedazo de nuestras vidas, hemos llamado casa.
Pero miremos el lado positivo, que también existe. Ahora que tan de moda están los consejos de las gurús del orden, una mudanza es el mejor momento para dejar mil cosas innecesarias por el camino. ¿Para qué queríamos esa media docena de viejas tazas, ese montón de barras de rouge al límite, esas toallas descoloridas, esos calcetines desparejados, ese secador que no funciona? ¿Qué sentido tiene seguir guardando ropa que jamás nos hemos puesto, suplementos dominicales de hace seis años, montones de DVD para los que ya no tenemos ni aparato reproductor, bolsos de antes del diluvio, medicinas caducadas, tuppers sin tapas...?
Por mera curiosidad, en busca de alguna inspiración o fórmula secreta para reorganizar mis espacios, di un barrido a los canales de Youtube, los episodios de Netflix y las redes sociales de esas especialistas en armonía doméstica que han emergido en los últimos tiempos, empezando la célebre Marie Kondo y sus célebres consejos. Y aunque sus intervenciones son sin duda funcionales, su pulcritud y austeridad en según que aspectos me ha generado un tremendo rechazo.
Aunque soy una persona bastante organizada, reconozco que un punto de desorden no me molesta ni me trastoca en absoluto. Es más, hasta me gusta: me sugiere una sensación de dinamismo, de que la vida fluye y nosotros nos movemos con comodidad dentro de ella. Un desajuste relativo también puede ser carismático y creativo, inspirador, cálido. Sin un brochazo de inconsistencia, nuestros hogares serían como las habitaciones de un hotel minimalista, los pasillos de un hospital o la sala de espera de un notario. Aunque lo peor del misticismo organizativo de la Kondo es su máxima sobre los libros: 30 es la cifra tope que debemos conservar. ¡Treinta! Definitivamente creo que el método konmari, de momento, me lo salto.