MARÍA DUEÑAS
Estas son las vivencias de la escritora.
hace un par de años, me crucé en Nueva York con Chelsea Clinton. No fue en un sarao literario ni nada parecido: simplemente, coincidimos una mañana de domingo caminando por una de las aceras que circunvalan Madison Square, donde –después lo averigüé– ella reside en un ático de infarto. De no haber reconocido su rostro gracias a los centenares de fotos que hemos visto en los medios, jamás habría llamado mi atención: una mamá en chándal, sin maquillar y con un antifavorecedor gorro de lana, empujando el cochecito de su hijo pequeño mientras a su lado caminaban su marido y la niña mayor de la pareja.
La editorial norteamericana Simon & Schuster –que, durante un tiempo (ya no), fue también la mía– acaba de publicar en Estados Unidos un libro titulado The Book of Gutsy Women, traducible por algo así como El libro de las mujeres valientes; lo firman alalimón Hillary Clinton y Chelsea. Se trata de un compendio de historias sobre mujeres llenas de coraje que han inspirado a las autoras lo largo de sus vidas.
Sin embargo, el hecho de que madre e hija se hayan embarcado en semejante trabajo mano a mano despierta en mí sensaciones encontradas. ¿Se tratará verdaderamente de una obra en la que las dos han contribuido con su experiencia, sus conocimientos y sus sinceras aportaciones? ¿O aprovechan de forma oportunista el tirón de una madre superpoderosa y megafamosa para que su única y adorada hija –con casi 40 años de edad, un marido millonario y tres criaturas– siga teniendo una eterna cuota de relevancia pública?
Hace un par de semanas vi la película francesa La verdad, en la que la gran Catherine Deneuve interpreta a una veterana artista en horas bajas y Juliette Binoche encarna el papel de una hija que, distanciada en lo geográfico y lo emocional, acumula ingratas cantidades de frustración y resentimiento hacia la figura materna. Más allá de las magistrales actuaciones de ambas actrices y de la excelente dirección del cineasta japonés Hirokazu Koreeda, lo que la cinta nos narra es una lamentable historia familiar de sentimientos ambiguos, complejidades, mentiras y desencuentros.
Un par de días atrás terminé de disfrutar de la inmensa tercera temporada de The Crown, la producción de Netflix que reinterpreta el reinado de Isabel II. Aunque mi personaje favorito sigue siendo Philip, duque de Edimburgo –su marido–, por primera vez en la serie aparecen con papeles relevantes sus propios hijos. Es cierto que se trata de una versión ficcionada de una realidad de cuyos intestinos desconocemos muchas cosas; aun así, los episodios que protagoniza el joven Charles son tan tristes que merecen una página monotemática aparte, y la relación que la reina mantiene con su joven hija, Anne, si bien es tratada con menos protagonismo, resulta igualmente demoledora por lo que muestra de desafecto y casi indiferencia.
Madres protectoras en exceso que quizá cortan las alas de sus hijas y les impiden que arranquen solas el vuelo. Madres ambiciosas y egocéntricas que sólo se miran su propio ombligo. Madres gélidas tan volcadas en sus obligaciones, sus profesiones o sus singulares universos que desamparan a las criaturas que traen al mundo. Con todo eso me he encontrado en los libros, el cine y las series últimamente. Menos mal que la vida a diario me muestra a madres formidables que batallan día a día para que sus hijos crezcan equilibrados y, en la medida de lo posible, felices.
Ser madre, ser hija, cuántos errores, cuántos aciertos. A todas, en cualquier caso, les de dedico mis mejores deseos para el año que comienza. Y a las que ya no están a nuestro lado, que su memoria luminosa siga acompañándonos siempre.