MARÍA DUEÑAS Sus vivencias.
Uno de los propósitos más recurrentes cada año nuevo es cumplir con el gimnasio. «Pero esta vez sí que sí», oímos por todas partes. Y ya no valen las excusas. Tres días a la semana fijo, quizá con un entrenador personal. O en un boutique gym. Puede que en un centro de fitness low cost. Da lo mismo: lo importante es tener la voluntad. Cardio
para quemar calorías y cuidar el corazón, pesas para tonificar los músculos y lograr unos brazos a lo Jennifer Aniston, media hora de bicicleta elíptica y ese outfit ideal de Oysho o de Nike. Zumba, spinning, body balance, stretching, pilates, yoga, power jump,
HIIT, o una mezcla de todo o combinaciones de dos o de tres disciplinas. «No, esta vez no tiro la toalla». Es la eterna promesa. De corazón. De verdad.
Pero la vida a menudo nos pone zancadillas, y las prisas, las obligaciones, los retrasos y los compromisos nos obligan a claudicar. Decae entonces la frecuencia: las tres sesiones de rigor pasan en breve a ser dos, después a una... «Y, total, para ir tan poco, ¿qué sentido tiene seguir pagando?», nos preguntamos. Conclusión: en un plazo de cuatro o cinco meses, se acabó. Conozco esta dinámica porque yo misma la he experimentado con frecuencia: el arranque prometedor, la cuesta abajo irrefrenable, la desolación final. Por eso, hace años que no me planteo el gimnasio como objetivo. Lo que sí me propongo es no dejar de andar.
La Organización Mundial de la Salud recomienda caminar 10.000 pasos al día, lo que equivale a siete kilómetros, más o menos. Con ello, nos garantizamos un estado físico saludable y mantenemos el sedentarismo bajo control. Existen, no obstante, algunos beneficios extra. ¿Cuántas veces, ante una duda, un problema o un conflicto, no nos levantamos y echamos a pasear? El neurocientífico irlandés Shane O’Mara acaba de publicar In Praise of Walking, un libro en el que afirma, con irrefutable base científica, que andar, aparte, de más sanos, nos vuelve también más listos y felices.
A medida que movemos las piernas con pasos uniformes, en nuestro cerebro se genera una serie de ritmos que están ausentes mientras permanecemos parados. Con cierta lúcida ironía, el especialista llama a esto superpoder: al ponernos en pie y arrancar a caminar, los sentidos se afilan, ciertos ritmos neuronales se activan y cambia el modo en el que el cuerpo y la mente interactúan. El organismo, en definitiva, se optimiza cuando salimos al mundo. Es una mecánica que despeja y destensiona, estimula sensaciones, nos saca de los pensamientos circulares, nos libera de emociones negativas y nos ayuda a relativizar lo que nos preocupa o nos ahoga.
Otro reciente estudio (de la Stanford University) ratifica que andar puede contribuir a aumentar nuestra capacidad creativa en un 60 por ciento: escritores del peso de Bertrand Russell, Charles Dickens y Mario Vargas Llosa dan fe. Y yo misma, por experiencia propia, también. Caminar a primera hora de la mañana cuando ando enzarzada en una nueva novela me permite explorar opciones novedosas y me aporta ángulos imprevistos para resolver cuestiones que se me quedaron colgadas con anterioridad: qué nombre le doy a este personaje que acaba de nacer, cómo cierro esta escena, de qué manera enlazo cierta subtrama con otra, de qué forma finiquito algo que no logro cerrar.
Un paso, otro paso, otro paso... Un acto tremendamente simple y, a la vez, enormemente liberador. No hace falta convertirse en senderista de raza ni hemos de buscar el entorno idílico, bajo los árboles de un bosque o a la orilla del mar. En los parques urbanos, en las zonas peatonales, en la longitud de las aceras o entre el tráfico de una gran ciudad. Adentrémonos en este año ilusionante echando a andar.