MARÍA DUEÑAS
Sus vivencias.
Me reconozco poco usuaria de las redes sociales; no ajena del todo, pero sí bastante al margen. Tampoco me prodigo en saraos ni eventos más allá de los que exige mi trabajo. Cada vez que publico un nuevo libro, me vuelco en su promoción activamente, aunque, en cuanto puedo, desaparezco. Cuando reservo mesa en un restaurante no suelo dar mi nombre. A veces, incluso siento la tentación de negar que soy yo cuando alguien, en algún momento poco oportuno, se acerca preguntarme. Definitivamente, cada vez valoro más la privacidad, la discreción y, en la medida de lo posible, el anonimato. Es una opción de vida, supongo que tan válida como la de quien muestra a diario lo que desayuna, come o cena, los rostros de sus hijos, el último corte de pelo o los ojos de su gato. Formas distintas de plantarse ante el mundo, en suma: todas dignas de respeto.
En consonancia con esta posición mía, no obstante, admiro a esa gente que, teniendo razones para estar día y noche en el candelero, opta por permanecer en la sombra. Aplaudí por ejemplo que Marisol, en la gala de los Goya, se mantuviera coherente con su postura de vivir al margen de la industria y su ruido, y no acudiera a recoger ese premio a su trayectoria que se empeñaron obstinadamente en darle. Me gusta que haya escritores de enorme impacto que apenas se prodigan en público –como Carlos Ruiz Zafón–, o que nos ocultan su verdadero nombre –como mi admirada Elena Ferrante o la intrigante Carmen Mola, autora de La novia gitana–, o que se recluyen en sus madrigueras –como han hecho gigantes de la talla de Thomas Pynchon o J.D. Salinger–. Existen incluso artistas que han construido potentes señas de identidad a partir del anonimato, ¿o acaso sabe alguien quién existe detrás del arte callejero de Banksy? Desconocemos asimismo a quién corresponde el nombre
Satoshi Nakamoto, creador del Bitcoin y revolucionador del universo financiero: unos sospechan que se trata de un grupo de informáticos europeos, otros creen que es un físico japonés y parece haber evidencia de un informático australiano. Y tenemos también constancia de que celebridades enormes tipo Jennifer Aniston o Jennifer Lawrence han usado cuentas falsas para andurrear por las redes sin dejar rastro.
A menudo encontramos también casos de desertores del éxito desbordado, gente que entró en el juego y que, en un momento dado, con el paso del tiempo, ha optado por quitarse de en medio. La influencer Berta Bertrand, exhausta de su enganche a los likes, canceló el año pasado su cuenta de Instagram con 90.000 seguidores, decidió desintoxicarse de su dependencia digital y nos contó el proceso en una novela. Javier Ambrossi, la mitad del dúo Los Javis –creadores de Paquita Salas o La llamada–, harto de exposición pública desmedida, decidió dar carpetazo igualmente. Y como ellos, un buen montón de gente que llega sin remedio al agotamiento.
Algunos piensan que muchas de esas espantadas no son más que estrategias para generar otro tipo de revuelo mediático. Yo no estoy de acuerdo. Hay que tener las cosas muy claras para comportarse como Marisol, que buscó voluntariamente su invisibilidad siguiendo la estela de iconos del tipo de Greta Garbo, que se apartó de las pantallas y del mundo a los 35. O hay que estar muy enamorado para borrarse de las fotos oficiales y buscar un camino alternativo, más discreto, como ha hecho el príncipe Harry por decisión de Megham Markle, o como en su día hizo su antepasado Edward VIII al abdicar por causa de Wallis Simpson. Aunque esas son otras historias, con miga para otra columna entera.