ELLE

MARÍA DUEÑAS

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Estas son las vivencias de la escritora.

Escribo mi página desde el confinamie­nto, sin saber si, cuando este número de ELLE salga a la luz, seguiremos recluidos entre las paredes de nuestras casas o podremos ya movernos por las calles de la vida con normalidad.

Reconozco que no llevo mal el encierro. Me he acostumbra­do a pasar temporadas bastante aislada del mundo: lo necesito cuando me sumerjo en el proceso de escritura de una nueva novela. Ahora mismo estoy en ello, así que aprovecho los días para avanzar. De todas formas, hay cosas que echo de menos enormement­e. Mis paseos mañaneros, por ejemplo. Eso lo añoro muchísimo: caminar.

Oigo la radio y leo la prensa. Cocino para los míos. Hablo con mi familia y con mis amigos por videollama­da, en un cruce de rostros y voces entre ciudades, países y continente­s. Me río con algunas de las tonterías que nos llegan sin parar vía WhatsApp. Y recibo mensajes de gente y envío mensajes a gente con la que quizá últimament­e no he sido cercana pero que se mantiene en mi memoria sentimenta­l. Me cuentan, les cuento, nos damos ánimos mutuos y prometemos reencuentr­os que tal vez no lleguen a materializ­arse, aunque, hoy por hoy, salen del corazón.

Practico por las mañanas unas rutinas de deporte que he armado yo misma a mi medida con ejercicios recopilado­s de acá y de allá. Veo series y películas de lo más dispar: de The Morning Show, con Jennifer Aniston (en Apple TV+), a Veneno, de los Javis (en Atresplaye­r Premium). De clásicos en Filmin, a lo que la fortuna tenga a bien traernos una noche a La 2.

Y leo. Leo constantem­ente. Alterno libros que tienen que ver con mi próxima novela con otros en los que me enfrasco por puro placer. A veces se trata de novedades, como A corazón abierto, de Elvira Lindo; Lo mucho que te amé, de Eduardo Sacheri, y El mapa de los afectos, de Ana Merino. En ocasiones, son títulos que descansan en mi estantería y que, por no sé qué razón, se me quedaron atrás. Una pantera en el sótano, por ejemplo, de Amos Oz. Hay también ocasiones en las que me dedico a no hacer nada, excepto pensar; de pronto, me encuentro de pie, cruzada de brazos, mirando al exterior a través de una cristalera mientras medito. Me planteo preguntas para las que no encuentro respuesta: ¿cómo hemos llegado hasta este punto? ¿Cómo saldremos de aquí? ¿Cómo será el mundo después? Recuerdo entonces con intensidad a mis padres, convencida de que habrían llevado esta tragedia con admirable entereza si se lo hubiera permitido la salud.

Casi todas las noches, en ese tránsito entre el fin de la jornada de trabajo y el arranque de las noticias de las 21:00, me tomo un dry martini y brindo por los que nos limitamos a seguir resistiend­o, por los que se están dejando el alma en la lucha, por los que pelean como jabatos para recuperars­e y por los que, desgraciad­amente, nos han dicho estos días adiós.

¿Qué haré cuando acabe el aislamient­o? Como el 90 por ciento de las mujeres, supongo que correr a una peluquería. Saldré también a comer, a cenar, al cine, a comprar, a viajar. A gastar, en definitiva, y a aportar un pequeño grano de arena que pueda ayudar a todos esos negocios que se han visto obligados a cerrar. Abrazaré a la gente a la que quiero. Y me temo que, aunque suelo ser bastante contenida, me echaré a llorar. Por el alivio de haberlo superado. Por el deseo de que algo así jamás vuelva a ocurrir.

He leído recienteme­nte una entrevista en El País al filósofo Emilio Lledó sobre las lecciones morales que se pueden extraer de la crisis que ha desencaden­ado el coronaviru­s. Su esperanza es que nos reinventem­os para mejor y que maduremos como sociedad. Hago mías sus reflexione­s y me repito: «Ojalá».

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