EN BUSCA DE APOYO
con un especialista». «Nunca es mala idea buscar ayuda –ratifica Jill Stark–. Eres consciente de que te estás perdiendo en un laberinto». «Piensas: “Sola no puedo” –admite Esther, de 44 años, ejecutiva en una agencia de publicidad y madre de un adolescente–. Pero la idea de recurrir a un psicólogo te echa para atrás porque te da miedo que te estigmaticen, que te señalen y te digan: “Sufres un problema, eres débil”». Ella encendió la alarma en pleno confinamiento por la pandemia de coronavirus (en concreto, al arrancar la segunda semana de cuarentena). Primero venció sus propios prejuicios; después, con la ayuda de su marido y de amigos de confianza, localizó a un profesional con el que trabaja en sesiones online de una hora cada siete días. «La crisis de covid-19 acentuó síntomas que ya arrastraba: se dispararon el nerviosismo y los ataques de pánico, era incapaz de centrarme, notaba un nudo en el estómago... La terapia no es un camino de rosas, pero tiene mucho de autoconocimiento, es liberadora».
De acuerdo con la Confederación Salud Mental España, una de cada diez mujeres vive afectada por la ansiedad. En su guía Las palabras sí importan, destaca un dato contundente: a pesar de que los problemas de salud mental serán la primera causa de discapacidad en 2030, «el 88 por ciento de las labores de atención y apoyo las realizan cuidadores informales: familia, amigos...». «Esta es una sociedad de prisas y estrés generalizado –continúa el documento–. No se debe ni mirar para otro lado ni afrontar la situación desde una óptica de anormalidad y pesimismo». «Poco después de cumplir los 30, con un puesto importante en una consultoría, un sueldo envidiable y ninguna carga familiar, empecé a dudar de mí. Ahora lo veo claro: el síndrome del impostor. Los domingos se convirtieron en una pesadilla –revela Carla, analista financiera–. No se trataba del típico bajón: me sudaban las manos, temblaba, era como un volcán a punto de entrar en erupción. La tensión en la oficina y mi falta de confianza dañaron la relación con mi pareja de entonces. Recurrí a mis padres, pero lo único que conseguí fue angustiarlos, así que terminé por involucrar a mis hermanos y a mi círculo más cercano. Tampoco funcionó. Agradeces el cariño y los consejos, pero, en lo más profundo, sabes que lo correcto es ponerse en manos de un experto. Tardé siete meses en dar el salto. No me arrepiento. Al contrario: durante el año de terapia, me abrí a una persona que no me juzgaba y aprendí a quererme y a aceptar las cosas. Recuerdo que, cuando acabó la primera sesión, bromeé con mi psicóloga: “¿Qué, hay caso Carla?”. Me contestó: “No seas tan dura contigo: esto es bueno para ti y para los que te quieren”». ■