ELLE

El último reducto de la humanidad

- Jacobo Bergareche POR

Aquel que no frecuenta los tradiciona­les mercados de abastos, se topa al entrar en ellos con uno de los grandes enigmas de la Humanidad: ¿ cómo pueden cohabitar en un mismo espacio cinco fruterías y seis carnicería­s que aparenteme­nte venden lo mismo, al mismo precio? No parece tener sentido comercial abrir una tienda sin ninguna ventaja competitiv­a en un sitio donde sobra oferta.

El enigma se esclarece en cuanto uno empieza a hacer sus compras regularmen­te en el mercado del barrio. Allí se descubre muy pronto que no es fácil ir a un puesto distinto cada día que uno hace la compra. En el tiempo en que te limpian un pescado o te cortan una carne en filetes, se suele entablar una conversaci­ón sobre cómo vas a cocinar tal cosa, a quién traes a comer, lo buenas que están las alcachofas este mes, y con la charla se empieza a construir un vínculo. Luego un día te bajan el precio de una merluza, o te regalan varios pimientos de una extraña variedad para que pruebes lo buena que está, te dan a probar de un chorizo que no sabías que existía y finalmente uno acaba por contraer una relación formal con su tendero que excluye la posibilida­d de serle infiel con otro.

Porque traicionar a tu pescadero yéndote con el del final del pasillo es una traición más abominable que engañar a tu pareja, cambiar de equipo de fútbol o abandonar a tu perro en un descampado. Toda traición se hace a escondidas, pero cambiar de puesto en el mer - cado es algo que no se puede hacer sin ser visto y por ello exige una sangre fría propia de un psicópata.

Tanto es así, que si voy en busca de bacalao para hacer un pil pil y mi pescadero no tiene, desisto de mi propósito de menú, y me adapto a lo que ofrezca ese día, por mucho que en el resto del mercado haya doscientos bacalaos.

Esta fidelidad tiene recompensa­s que la vida va descubrien­do. Quizás la mayor de todas ocurrió hace cuatro años, cuando estábamos encerrados en casa por la pandemia, y el único lugar al que me estaba autorizado ir, donde pudiera sentir calor humano, era el mercado de Chamartín. Allí mi frutero y mi pescadero me llamaban por mi nombre cada día, me preguntaba­n por mi familia, me ofrecían lo que sabían que me produciría el consuelo de la buena mesa, se demoraban el tiempo que fuera cortando las cosas como me gustan y me daban el palique que no te da el tipo del banco, el del supermerca­do ni el de la gasolinera. El mercado fue esos días el último reducto de la humanidad.

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