Esquire (Spain)

LA VERDAD

- Jorge Alcalde @joralcalde / alcalde.jorge

Te diré la verdad”. Cada vez que alguien se dirige a mí de esta guisa me estremezco. No suele ser anticipo de nada bueno. Los que trabajamos en este oficio del periodismo sudamos sangre por contar la verdad pero luego, como a todo bicho viviente, nos escuece que nos suelten a la cara las nuestras. ¡Cosas del ego!

Hay gente que se jacta de ser siempre sincera. Parece una virtud. Pero solo lo parece. Un compañero de colegio, en plena adolescenc­ia, se reveló como uno de esos. “Yo digo siempre lo que pienso. No sé mentir”. Dicen que los humanos aprendemos a mentir a los dos años. Antes de esa edad somos incapaces de engañar al Lobo del guiñol cuando nos pregunta dónde está Caperucita. A mi amigo le diagnostic­aron “falta de inteligenc­ia social”. Me acuerdo de él cada vez que veo las entrevista­s pospartido de la Liga. Seguro que os habéis fijado en esa muletilla de muchos jugadores ante el micrófono: “Bueeeno, la verdad es que…”.

De tanto usar la palabra “verdad”, hemos terminado por olvidar su significad­o. Lo decía brillantem­ente el poeta Gonzalo Rojas: “La vieja máquina de la realidad ha envejecido”. Hay culturas en las que una verdad vale más que el oro. Un pacto verbal obliga de por vida. En otras, como la nuestra, solo nos creemos lo que está compulsado. Es curioso que alguien se gane la vida “dando fe” de lo que otros dos civiles se cuentan entre sí. Los llamamos notarios.

En mi amado oficio del periodismo, a la máquina de la realidad hace tiempo que le salieron arrugas. Se le ve el grano a la foto realista que pretendemo­s pintar hoy los que escribimos en periódicos y revistas, los que hablamos en la radio, los que ponemos el rostro a enmarcar entre las cuatro esquinitas de la televisión. Nos saltan los píxeles a borbotones y empezamos a correr el riesgo de que se nos vea la trama, de que se nos conozca como somos: frágiles, dubitativo­s, pero aún vanidosos. Henchidos de un poder de ordinal indefinido supuestame­nte otorgado, como una carta magna que no se escribió jamás. Y por efecto de este desvalijam­iento general de la máquina de reproducir verdades, resulta que ha crecido kilométric­amente el trecho que hay del hecho al dicho.

¿Cuál es hoy el valor de una “buena informació­n”? ¿Cómo se mide su bondad? ¿Qué precio estaríamos dispuestos a pagar por una verdad?

No es fácil decidirse por una respuesta en un país en el que se ha instaurado con toda naturalida­d la idea (por supuesto falsa) de que, para conocer la verdad, hay que leer todos los periódicos, escuchar todas las emisoras de radio, ver todas las cadenas de televisión posibles… y luego crearse una imagen propia de los hechos. Lo cual viene a ser lo mismo que decir que ningún periódico, ninguna emisora, ninguna cadena televisiva dice, por separado, la verdad. Que nos ganamos la vida a base de pequeñas mentiras que conforman en su conjunto un puzle bastante verosímil.

“Os diré la verdad”, yo no compro esa mercancía. Sigo siendo de los que piensan que un pliego de papel escrito bajo una cabecera prestigios­a por un profesiona­l de solvencia encierra más verdades que los archivos polvorient­os del registro de actas notariales. Pero es que yo continúo creyendo en el periodismo, incluso en este siglo de la mal llamada posverdad. Aunque, a veces, me cuesta convencerm­e a mí mismo.

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