LA VERDAD
Te diré la verdad”. Cada vez que alguien se dirige a mí de esta guisa me estremezco. No suele ser anticipo de nada bueno. Los que trabajamos en este oficio del periodismo sudamos sangre por contar la verdad pero luego, como a todo bicho viviente, nos escuece que nos suelten a la cara las nuestras. ¡Cosas del ego!
Hay gente que se jacta de ser siempre sincera. Parece una virtud. Pero solo lo parece. Un compañero de colegio, en plena adolescencia, se reveló como uno de esos. “Yo digo siempre lo que pienso. No sé mentir”. Dicen que los humanos aprendemos a mentir a los dos años. Antes de esa edad somos incapaces de engañar al Lobo del guiñol cuando nos pregunta dónde está Caperucita. A mi amigo le diagnosticaron “falta de inteligencia social”. Me acuerdo de él cada vez que veo las entrevistas pospartido de la Liga. Seguro que os habéis fijado en esa muletilla de muchos jugadores ante el micrófono: “Bueeeno, la verdad es que…”.
De tanto usar la palabra “verdad”, hemos terminado por olvidar su significado. Lo decía brillantemente el poeta Gonzalo Rojas: “La vieja máquina de la realidad ha envejecido”. Hay culturas en las que una verdad vale más que el oro. Un pacto verbal obliga de por vida. En otras, como la nuestra, solo nos creemos lo que está compulsado. Es curioso que alguien se gane la vida “dando fe” de lo que otros dos civiles se cuentan entre sí. Los llamamos notarios.
En mi amado oficio del periodismo, a la máquina de la realidad hace tiempo que le salieron arrugas. Se le ve el grano a la foto realista que pretendemos pintar hoy los que escribimos en periódicos y revistas, los que hablamos en la radio, los que ponemos el rostro a enmarcar entre las cuatro esquinitas de la televisión. Nos saltan los píxeles a borbotones y empezamos a correr el riesgo de que se nos vea la trama, de que se nos conozca como somos: frágiles, dubitativos, pero aún vanidosos. Henchidos de un poder de ordinal indefinido supuestamente otorgado, como una carta magna que no se escribió jamás. Y por efecto de este desvalijamiento general de la máquina de reproducir verdades, resulta que ha crecido kilométricamente el trecho que hay del hecho al dicho.
¿Cuál es hoy el valor de una “buena información”? ¿Cómo se mide su bondad? ¿Qué precio estaríamos dispuestos a pagar por una verdad?
No es fácil decidirse por una respuesta en un país en el que se ha instaurado con toda naturalidad la idea (por supuesto falsa) de que, para conocer la verdad, hay que leer todos los periódicos, escuchar todas las emisoras de radio, ver todas las cadenas de televisión posibles… y luego crearse una imagen propia de los hechos. Lo cual viene a ser lo mismo que decir que ningún periódico, ninguna emisora, ninguna cadena televisiva dice, por separado, la verdad. Que nos ganamos la vida a base de pequeñas mentiras que conforman en su conjunto un puzle bastante verosímil.
“Os diré la verdad”, yo no compro esa mercancía. Sigo siendo de los que piensan que un pliego de papel escrito bajo una cabecera prestigiosa por un profesional de solvencia encierra más verdades que los archivos polvorientos del registro de actas notariales. Pero es que yo continúo creyendo en el periodismo, incluso en este siglo de la mal llamada posverdad. Aunque, a veces, me cuesta convencerme a mí mismo.