LA AMÉRICA DE BALDWIN, PARTIDA EN DOS
El 9 de abril de 1968, 1.300 personas se reunieron en la iglesia baptista Ebezener de Atlanta para el funeral íntimo de un hombre que, como antes su padre, había sido uno de sus pastores: el reverendo Martin Luther King Jr. Entre los presentes se hallaban Thurgood Marshall, Wilt Chamberlain, Marlon Brando, Dizzy Gillespie, Stokely Carmichael y Robert F. Kennedy, que moriría apenas dos meses más tarde. Ralph David Abernathy, cofundador de la Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano, ofició una ceremonia en la que un coro formado por 160 personas entonó himnos solemnes. My Father Watches Over Me fue interpretado de forma desgarradora por una cantante en solitario. No obstante, el orador más impactante esa mañana, cuya voz de barítono surgió de los altavoces sobresaltando a sus cuatro hijos, fue el mismísimo King. “Si alguno estáis presentes cuando me llegue la hora, no quiero un funeral largo”, imploraba King de manera póstuma en una grabación de su sermón El instinto del tambor mayor, ofrecido dos meses antes y que se escuchaba en ese momento por deseo expreso de su viuda, Coretta. No se le hizo caso: la ceremonia duró dos horas, y después, por la tarde, se celebró un funeral público en su honor, retransmitido en vivo a todo el país, en la Universidad Morehouse. Era el espectacular refugio, ya demasiado familiar, que albergaba el dolor negro en momentos en los que el sufrimiento no tiene sentido, momentos para los que no tenemos palabras. Aun así, el escritor ha de encontrar las palabras. Malcolm y Martin fue el título del artículo que James Baldwin publicó en Esquire en 1972 (y que luego formó parte de un libro llamado No Name in the Street), en el que recuerda ese funeral como “la ceremonia religiosa más real a la que he acudido en mi vida” y después relata el desorden que desató su muerte en todo el país. Baldwin sabía que Estados Unidos solo podía sobrevivir si experimentaba una extraordinaria transformación social que retornara los ideales establecidos por los padres fundadores. Pero también era consciente de que la muerte de Martin, y la de Malcolm X en 1965, eran signos de que la nación se negaba a reconocer que la clave de su salvación estaba en aquellos a los que había esclavizado. El primero enseguida se volcó hacia la paz, el segundo abogó por la libertad de los negros a cualquier coste. Las batallas del día a día causaron estragos en ambos, y sus ideas empezaron a acercarse, Malcolm se suavizó y Martin se volvió más radical, hasta que, como escribió Baldwin, “en el momento en que cada cual encontró la muerte, apenas había diferencia entre ellos”. El experimento americano había apostado otra vez por la redención mediante esas dos personalidades negras de gran talla moral y había perdido. América, creía Baldwin, estaba dividida en poderosos y marginados. El racismo seguía (y sigue) siendo el mayor peligro que corremos. Los poderosos han perpetuado el sistema sembrando la discordia entre los marginados. Los blancos pobres han dirigido su diatriba contra los negros pobres, han canalizado su ansiedad en la venganza contra toda la raza negra. De esa forma predijo Baldwin la corriente que un día nos traería de nuevo el nacionalismo blanco xenófobo, el alzamiento de Trump. Pero no es que el escritor se adelantara a su tiempo, EE. UU. siempre necesitará un profeta: un Malcolm, un Martin. Los poderosos siempre buscarán silenciar a ese profeta en lugar de tratar de salvar la nación con menor coste, no utilizarán la autocrítica, sino la cruenta violencia que sacrifica a “los otros”, ya sean negros, marrones, homosexuales o inmigrantes. Medio siglo después de que el profeta que no cumplió los 40 expirara en aquel balcón del hotel de Memphis, este artículo prueba que el legado de King y la prosa de Baldwin perduran.