Esquire (Spain)

LAS GAFAS DEL DIRECTOR HASTA LAS PELOTAS DE FÚTBOL

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En el patio del colegio me llamaban Falcao, como el grandísimo mediocentr­o de la selección de Brasil de los 70. Lo hacían en broma porque yo no daba una patada a un bote. Era el segundo peor jugador de fútbol de la clase después de Jaime Pedro del Hoyo, que no jugaba nunca. Hoy la broma habría sido investigad­a por bullying. Pero yo era feliz. Metía tan pocos goles que puedo recordarlo­s todos. Un día agarré un balón alto en el medio del campo con mi pierna izquierda (soy zurdo de pie) y, cerrando los ojos, le metí un empeinazo. Cuando miré, el balón estaba entrando inexplicab­lemente por toda la escuadra. En la celebració­n del gol me hice un esguince de tobillo.

Tuve más lesiones que goles. Una vez crucé el patio de los pequeños mientras daba cuenta de mi bocata de salchichas y vi una pelota despelucha­da y ovoide que botaba hacia mí. Puse el pie para devolverla al campo de juego cuando la puntera de un zapato Gorila se clavó en mi tibia. El crío iba a marcar el gol de su vida. “¡Eh, mayor, para qué metes la pierna… ¡Era gol, tío, era gol!”. Un médico me dijo que me había provocado sinovitis (inflamació­n de la membrana sinovial).

Busqué más suerte de portero. En mi primer campeonato, un compañero de mi propio equipo me pasó el balón tan fuerte que me fracturé la muñeca. Eran las fiestas del pueblo y el médico de la vecindad estaba viendo el partido, borracho como una cuba. Bajó a atenderme. “Tienes una fisura de hipófisis”. Mi padre me dijo que había que buscar otro doctor. “¿Por qué, papá?”. “La hipófisis está en el cerebro”.

Pero no perdí nunca la fe en mis posibilida­des. Me apunté al equipo de fútbol de la urba, el Galaxia. Me recuerdo vestido de negro y amarillo (“¡Como el Dortmund, chaval!”), subiendo y bajando la banda izquierda. No había más zurdos de pie, así que tenía la titularida­d asegurada. Eso sí, no toqué un balón. Pero ¿qué más daba? Llegaba a casa sudado y con barro hasta las orejas (al césped artificial le faltaba alguna década para estropear la experienci­a) y disfrutand­o de las jugadas que había realizado solo en mi imaginació­n.

En mi casa de 70 metros cuadrados practicaba yo solo con una pelota de papel celo o un ovillo de calcetines. Pasaba una y otra vez delante de la tele fastidiand­o a mis padres el telediario. Celebraba los goles espirando bajito para que pudieran oír el parte de salud de Franco. Pasaba horas muertas jugando con chapas a las que había puesto nombres de los mayores del equipo de Villa del Prado, que siempre nos ganaban: Moro, Pato, Calvo… Porque yo tampoco es que tuviera equipo fijo. En 1976, el Betis y el Athletic jugaron la final de la Copa del Rey. Mi madre tenía un trapo verde y blanco. Lo usé de bandera y ganamos. Si el trapo hubiera sido rojiblanco, mi equipo habría perdido. Mi primo mayor se parecía mucho a Cruyff y fue del Barça. En mi caja de juguetes siempre hubo una media blaugrana que se dejó un día.

Nunca he acabado hasta las pelotas del fútbol. Creo que nadie lo está realmente. Incluso aunque no te guste, aunque pienses como Borges que es el deporte más estúpido jamás practicado, el fútbol va de algún modo contigo. De niño no fui mucho de cromos. Pero mis mejores recuerdos con mi hijo mayor incluyen llegar a casa con un sobre de Panini para abrirlo juntos. Un día le vi un poco de pelusilla ya en el bigote y pensé que ojalá nunca se le pasase la afición por los cromos y terminara siendo un hombre que abre sobres de cromos con su anciano padre. Se le pasó, claro. Pero ahora vamos de vez en cuando al campo juntos y solos. Y nos sentamos en la grada hombro con hombro, hombre con hombre, y nos contamos nuestras cosas a gritos. En la semifinal de la Champions del 2014, cuando Benzema marcó el 1-0 al Bayern de Múnich, grité tanto que me bajó la tensión y vi el césped un poco gris. “Contrólate, Jorge, eres un cuarentón delante de un hijo de 18 años…”. Pero ¡qué demonios! ¡Gooooool!

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