ALFREDO PÉREZ RUBALCABA QUE LOS DERROTADOS NO REESCRIBAN LA HISTORIA
El próximo mes de octubre se cumplirán siete años desde que ETA anunció el abandono definitivo de la violencia, del día en que la banda terrorista decidió reconocer su derrota, sin haber alcanzado ninguno de sus objetivos. Lo hizo porque no tenía otra salida: acosada por las fuerzas de seguridad y aislada social y políticamente, se vio obligada a poner fin a décadas de violencia y muerte. A partir de ese momento desapareció prácticamente de nuestras vidas. La sociedad española, y la sociedad vasca en particular, han olvidado el terrorismo de ETA con la rapidez explicable de quien desea pasar una página dramática de nuestra historia. Paradójicamente, esta sensación, muy extendida, coexiste con otra, minoritaria, pero que también se encuentra y que defiende justo lo contrario: que ETA sigue viva, que continúa estando ahí. Estoy seguro de que cuando, en unas semanas, la banda proclame su “autoextinción”, que lo va a hacer, quienes mantienen esa opinión dirán, digan lo que digan, que no vale porque los terroristas no han ido al notario. Y si eso sucede, no tendrán razón: ETA desapareció de nuestras vidas hace más de seis años. Estaba en ellas únicamente porque mataba y dejó de estar cuando, derrotada, tuvo que dejar de hacerlo. Muchas veces después de aquel 20 de octubre de 2011 me preguntaron por la entrega de las armas y yo, invariablemente, contestaba que era mejor que las entregaran que el que no lo hicieran. Pero que mi vida no iba a cambiar por eso. Las entregaron, y, efectivamente, no cambió. Ahora, como acabo de apuntar, de lo que se habla es de la disolución, y pienso lo mismo: ojalá desaparezca mañana, pero cuanto más tarde en desaparecer solo será peor para ellos y para sus presos. E ntiendo, cómo no, el deseo de pasar página de la sociedad vasca, del conjunto de los españoles. Con todo, conviene no olvidar dos cosas: que nuestro silencio puede ser aprovechado por aquellos que quieren imponer, sobre todo en Euskadi, su relato, escondiendo que en esta historia hubo criminales y personas justas, asesinos y víctimas, villanos y héroes, miserables y gente de bien.y, como apuntaba al principio, vencedores y derrotados. Aunque nuestra victoria, la de los demócratas, siempre será una victoria amarga porque costó la vida a más de 800 personas inocentes. Y una segunda, que hace justamente referencia a esas víctimas, a sus familias y amigos, a aquellos para los que el olvido es humanamente imposible. Por ellos, precisamente por ellos, no hay que permitir el falseamiento de la historia. A ellos, justamente a ellos, ni los podemos olvidar ni los podemos abandonar. Son personas que sufrieron en sus propias vidas la agresión de los violentos, hombres y mujeres que tienen todo el derecho a reclamar que con ese olvido no se acabe negando su sufrimiento. E l final de la violencia de ETA fue el fruto del trabajo de mucha gente. De jueces y de fiscales, de las fuerzas de seguridad, españolas, por supuesto, pero también francesas, de los ciudadanos que se enfrentaron al terrorismo e impulsaron su rechazo social, y, claro está, de las víctimas que con su lección de dignidad alentaron la firmeza de todos. Y, también, por qué no decirlo, de los Gobiernos democráticos que lideraron la lucha del conjunto de las instituciones, trabajaron en favor de la unidad política y fortalecieron nuestra cooperación exterior. El terrorismo en nuestro país no tuvo un final político, pero no cabe duda de que desde la política también se contribuyó a ese final. Los tres Gobiernos, el de Felipe González, el de José María Aznar y el de José Luis Rodríguez Zapatero intentaron acabar con la violencia terrorista por la vía del diálogo, siguiendo las pautas establecidas en el pacto de Ajuria Enea, firmado por todos los partidos políticos democráticos. Ninguno lo consiguió, pero sostengo que todos esos intentos contribuyeron a minar el apoyo social que la banda tuvo en el País Vasco. ¿O es que alguien cree que la ruptura final entre Batasuna y ETA, fundamental para entender la derrota de ETA, es ajena al resultado del último proceso de diálogo con la banda impulsado por el Gobierno? iempre he mantenido que detrás de ese alejamiento entre ETA y Batasuna no se encuentra ninguna autocrítica de la izquierda abertzale, ni el repudio moral de la violencia ejercida durante más de cuarenta años por los asesinos, sino el puro y frío análisis estratégico: ETA va a perder y nos arrastra con ella al fracaso y a la cárcel. De ahí el papel definitivo que atribuyo a las fuerzas de seguridad: una ETA fuerte no hubiera permitido nunca el alejamiento de Batasuna. De la misma forma que una Batasuna sin acoso policial no se hubiera visto impelida a abandonar a ETA. N uestro país no pasa por sus mejores momentos. Vivimos desde hace diez años una crisis económica y social cuyas heridas distan mucho de estar cerradas. A ella se ha añadido otra, territorial, muy profunda. Como resultado de ambas, sufrimos una tercera, una crisis de desconfianza de los ciudadanos españoles hacia sus instituciones. En este contexto se escuchan, aquí y allá, voces que cuestionan no solo nuestra transición democrática, sino todo lo que los españoles supimos construir juntos en estos últimos cuarenta años. Quizá sea el momento de colocar el fin de ETA en ese contexto, para afirmar rotundamente que la derrota de la banda terrorista fue una tarea de todos, instituciones y ciudadanos, una muestra de la madurez de una democracia mejorable, sin duda, pero que nos ha permitido vivir la etapa más larga de convivencia y progreso que ha conocido nuestra torturada historia.
Ante el inminente final de ETA, el vicepresidente del Gobierno de España en la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero reflexiona sobre la importancia de no falsear la historia