HERNÁN ZIN* DOCTOR MUKWEGE, SUPONGO
Ya le han dado el Nobel, doctor?”, le preguntaba a Denis Mukwege apenas llegaba con mi cámara a la República Democrática del Congo. A lo que él me respondía, con su humor africano: “¿Lo tienes en la maleta? Porque a mí no me han dicho nada”.
Durante tres años repetimos esta suerte de rutina cómica. Esperando a Godot en el corazón de las tinieblas. Me servía para romper el hielo con este hombre que tenía obligaciones más importantes que dejarme seguirlo a todas horas. En la puerta del hospital Panzi, docenas de mujeres lo esperaban para que las operase.
Corría el año 2008. La guerra de Congo, que sumaba ya cinco millones de muertos –es el conflicto más letal desde la Segunda Guerra Mundial–, se había centrado en el cuerpo de las mujeres. Los soldados regulares y los guerrilleros tutsis, hutus y mai mai las violaban en grupo, y destruían sus aparatos reproductores con bayonetas, cristales y palos. Desde ancianas a bebés. Una suerte de terrorismo de baja intensidad que buscaba limpiar el territorio de civiles para poder controlar los yacimientos de minerales, en especial el coltán que alimenta nuestros móviles.
De profundas creencias religiosas aunque pragmático por necesidad, el doctor Mukwege luchaba cada mañana con su equipo en el quirófano del hospital Panzi para reconstruir las vaginas de estas mujeres. Operaba a diez mujeres al día. Más de 3.500 al año.
Mi broma al saludarlo cada vez que llegaba a Congo respondía también a que Mukwege, que mide más de un metro ochenta, tiene unos ojos cargados de luz y te da un apretón que te destroza la mano, rezuma aplomo, confianza en sí mismo, temple. Un tío amable, educado, pero duro.
Era la misma aura de firmeza, de indoblegable determinación, que había descubierto ya en otros premios Nobel a los que había conocido, como la Madre Teresa, Jody Williams o Mohamed Yunnus, cualidades estas que le permitieron no perder la cabeza cuando en 2012 unos hombres le dieron una paliza al salir del hospital. ¿La razón? Que había criticado al gobierno del presidente Joseph Kabila por su inacción en la defensa de las mujeres.
Presionado por su familia, Mukwege, considerado el principal experto del mundo en la reparación de órganos reproductivos, buscó refugio en Suecia y luego en Bélgica. Algunas de las mujeres a las que había operado empezaron a recaudar dinero para pagarle el vuelo de regreso. No les pudo decir que no.
Meses más tarde estaba de vuelta en ese hospital que había creado en 1998 con unas pocas tiendas de campaña para tratar de reparar a las víctimas de la violencia sexual. Pero la labor de Mukwege y su equipo no se limita a las operaciones. Con los años, el hospital Panzi se ha convertido en un universo de edificios y decenas de especialistas, situados en el corazón de un valle que, como todo el este de Congo, con sus montañas y bosques, se parece más a Suiza. Eso sí, con un subsuelo tan rico en minerales que desde los tiempos del rey belga Leopoldo II y su silencioso genocidio de diez millones de personas, pasando por la brutal cleptocracia de Mobutu Sese Seko, no ha hecho más que traer desgracias a la región.
En el hospital las mujeres reciben asistencia psicológica para tratar de superar los traumas, ayuda económica para empezar una nueva vida junto a sus hijos (algunos, fruto de las violaciones) y formación profesional. No es extraño verlas cantar, en terapias grupales, con sus coloridos vestidos y unas ganas de seguir viviendo que no pueden generar más que admiración.
Cuando no está en el quirófano, Mukwege, que es uno de esos hombres que apenas duermen, recorre el hospital, infatigable en sus 18 horas de labores diarias. O viaja al extranjero para tratar de alertar al mundo sobre lo que pasa en el Congo. Lo suyo no es solo la sala de operaciones, el día a día con las víctimas, sino también el activismo. Y cuando habla no se anda con medias tintas, lo que hace que su número de enemigos no deje de aumentar. La última vez que viajé a Congo, en 2017, pregunté por el doctor Mukwege.
–Está en EEUU dando una conferencia –me dijeron.
La respuesta no me sorprendió. Lo que sí me creó una profunda desazón fue descubrir que, aunque el conflicto armado ha remitido, la violencia contra las mujeres sigue. Ahora son los civiles los que violan a mujeres y niñas, imitando a los militares. Las salas del hospital Panzi siguen abarrotadas de víctimas.
Cuando comenzó el movimiento Me Too, recordé una conversación que tuve con Mukwege en la que le preguntaba qué podemos hacer para terminar con esta locura. “Creo que si esto sigue es porque el mundo guarda silencio. Cuando todas las mujeres se rebelen y digan ‘no’ a las atrocidades cometidas contra ellas, no a la violación, no a la tortura de mujeres por intereses económicos, entonces los hombres bajaremos de una vez la cabeza”.
Una década más tarde de nuestro primer encuentro, le han dado el premio Nobel de la Paz. Se ha hecho justicia. Y mi pequeña broma ha pasado a la categoría de profecía.
El último Nobel de la Paz, compartido con Nadia Murad, ha reconstruido la vagina (y la dignidad) de miles de mujeres violadas en Congo. Un tipo duro, de esos que te dan un apretón y te destrozan la mano