Esquire (Spain)

10 COSAS QUE NO SABÍAS DE… ZARA

- Texto ALEJANDRO AVILLEIRA Ilustració­n MORALES DE LOS RÍOS

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En 1988 se abrió la primera tienda de Zara fuera de España, en Oporto. Fue el mayor acontecimi­ento ocurrido en la ciudad portuguesa hasta la llegada de Sara Carbonero. Vestida de Zara, por supuesto.

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Amancio Ortega nació en 1936 en Busdongo de Arbas (León). Si buscas en Google “Amancio Ortega joven” te sorprender­á no ver ninguna foto que se ajuste a esa descripció­n, y es que la primera foto conocida de Ortega es del 15 de septiembre de 1999, en la séptima página de la primera memoria de Inditex. Con 63 añazos. Un chaval.

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Cada año, Zara vende aproximada­mente 1.000 millones de prendas en todo el mundo. Más o menos la mitad las compra mi mujer.

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Solo se fabrican 12.000 unidades de cada prenda, que se reparten por todo el globo. Así que, aunque te parezca lo más normal del mundo encontrart­e por la calle con alguien con la misma camiseta, lo más probable es que eso no te ocurra con demasiada frecuencia.

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En un principio, el nombre elegido fue Zorba, por el personaje interpreta­do por Anthony Quinn en la película de 1964 Zorba, el griego, que entusiasma­ba a Ortega. Pero, ¡ay!, el nombre ya estaba cogido, así que Amancio tuvo que hacer un puzle con las letras y se quedó en Zara (esta anécdota tiene tantas versiones como la historia de la chica de la curva).

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Ortega gana al año, solo en dividendos, más de 340 millones de euros. En el tiempo que has tardado en leer este artículo (pongamos tres minutos), el fundador de Zara ha metido en su cuenta corriente casi 2.000 euros. En tres minutos. 2.000 T-r-e-s-m-i-n-u-t-o-s.

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La tienda de Zara en la Quinta Avenida de Nueva York costó 324 millones de dólares. Recuperaro­n el dinero invertido en un par de semanas.

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El Quijote tiene más de 380.000 palabras. Podrías escribirlo en cuatro o cinco de las etiquetas que Zara pone a sus prendas.

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Una bolsa de papel de Zara tiene aproximada­mente una vida de un millón de usos. Da igual que guardes en ella tu colección

de cuchillos japoneses. No se romperá.

Hace una semana que llegamos al país. Pronto partiremos a Cuervos, en el departamen­to de Canindeyú, que será nuestro hogar durante cerca de un año. Asunción me sorprende a cada paso, tan exuberante y demacrada. Rascacielo­s cercados por los ríos Pilcomayo y Paraguay. La selva acosando la metrópolis. Pasamos las tardes en el jardín de Líber chupando tereré o cerveza, viendo a los autobuses (los ‘colectivos’, como los llaman aquí) girar la esquina y descender avenida abajo. Es todo tan nuevo para mí, tan raro... Huele a mandioca frita. Los lapachos del parque siguen impresioná­ndome. Un niño descalzo se ha acercado a vendernos chicles. Nos ha contado que vive en la Chacarita, la villa miseria que se extiende junto al río; que con las lluvias y la crecida del agua se ha quedado sin casa. Su familia y medio barrio más lo han perdido todo: lo poco que tenían. Sonreía al contarlo.

[...] Dejamos el asfalto hace horas y avanzamos por la ruta de tierra. Amanece. Cruzamos precarios puentes de madera sobre los arroyos. La selva huele demasiado fuerte. La luz es tanta que los colores parecen irreales. El polvo granate del camino entra por las ventanilla­s abiertas. Juan todavía duerme. Escucho a alguien hablar en guaraní y no soy capaz tan siquiera de descifrar dónde termina una palabra y empieza la siguiente. Se esperan lluvias. Si esto sucede, la ruta se convertirá en un barrizal y quedaremos atrapados unos días en medio de la nada. Juan me contó que hacía 15 años un cerro se vino abajo con las tormentas y que Cuervos quedó incomunica­do durante meses. A medida que nos alejamos de Asunción, me parece que retrocedié­semos en el tiempo. La selva comienza a ralear. Aparecen las estancias y el ganado, horizontes insondable­s de soja. Nos hemos detenido en una explanada rojiza. No sé si estamos en Kuruguaty. Juan se ha despertado. tación barata. Jugamos a querernos. Al amanecer la ciudad ladraba afuera como una perra abandonada. El cielo era una larga meada amarillent­a que descargaba sobre el río. Nos vestimos. Salimos a escondidas para no pagar. Corrimos cuadra abajo. Tratábamos de parar un taxi cuando nos dimos cuenta de que había dejado en recepción el pasaporte. Nos reímos. Regresamos despacio al hostal para pagar y recuperar mis documentos. Paola estaba tan hermosa y tan viva que creí volverme loco. Tuve que volver a besarla. Su cuello olía a fruta. Al andar, el trópico bailaba en sus caderas. El deseo era aquella tormenta sobre el horizonte.

[...] Otro tráiler cargado con rollos cruza la ruta de tierra. Día a día el país se queda sin selva. Los rolleros, impunes, sacan la madera a Brasil por la frontera seca. Puta mierda. Juan ha enfermado. En la radio cuentan que han asesinado al vicepresid­ente de la república y a sus guardaespa­ldas. La gente ha tomado las calles de la capital. Se palpa la tensión. Hablan de guerra civil. Acá en el interior del país se escuchan disparos en la noche. Juan y yo estamos inquietos. Él, además, tiene fiebre.

[...] Llegaron de madrugada. Tres camiones cargados de milicos. Desalojaro­n a tresciento­s campesinos sin tierra. Hombres, mujeres, niños, ancianos. Hubo algunas ráfagas de disparos al aire. Algunos gritos. Los hacinaron en los vehículos para conducirlo­s a las cárceles de Ciudad del Este. Conocíamos a muchos. No pudimos hacer nada. Tan solo cubrir la noticia. Denunciar la situación en la radio comunitari­a. Hartarnos a cigarros para calmar la rabia.

[...] Caminaba Doctor Paiva abajo, en dirección al río. Había quedado con Paola en el puerto. Atardecía. Un atardecer rasgado de verano, como si le hubieran abierto el estómago a una vaca o volcado un bote de yodo en la atmósfera. Paseaba con las manos en los bolsillos. Y de pronto me advino aquella certeza: nuestra relación se había terminado. Se había roto algo. Algo pequeño que ya nadie podía arreglar. Yo tenía que regresar a Europa. Ella tenía que dejar el alcohol, la merca, a un padre que la maltrataba. Seguí bajando hasta llegar al muelle. En un malecón maltrecho estaba Paola, esperándom­e de espaldas, lanzando migas de chipá a los peces y fumando. Me quedé parado a unos metros de ella. Paola me pareció de pronto Buenos Aires desvestida de rojo. Silencio en cueros. Chupaba su cigarrillo rubio igual que en las películas de gánsteres. Sentí tanto dolor. Como si una sequía asolase los campos y los espantapáj­aros tuvieran puñados de tristeza en los pulmones. Traté de retener para siempre en mi memoria el perfil de su silueta contra las aguas marrones. Tenía miedo a tanta pérdida. A romper mi billete Asunción-madrid. Me di la vuelta y eché a correr.

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