Esquire (Spain)

LAS GAFAS DEL DIRECTOR MITOMANÊA

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La cena la había organizado Tod’s al modo en el que Diego Della Valle invita. El restaurant­e del hotel Baglioni es un lugar extraño. Lujoso como eran las cosas lujosas antes de Instagram, Booking y Gran hermano VIP. Es decir, con cierto aprecio por la caoba y los rincones oscuros. Tomamos risotto al azafrán y bebimos champán. En mi mesa, a un lado, el editor de moda de GQ en EEUU (colega y competenci­a). A mi izquierda, una jovencísim­a modelo de la que tuve noticias por primera vez y que había venido a Milán invitada por la marca. Con el barullo de copas y platos y el rumor multilingü­e de la sala, no entendí su nombre a la primera. Pasé un buen rato mirando de reojo el tarjetón situado delante de su risotto. Por fin leí: Kenya KinskiJone­s. Había pasado unas horas con la hija de Quincy Jones y Nastassja Kinski. Y en lugar de hablar de música y Hollywood, de cómo era de cerca el abuelo Klaus, de qué desayunaba­n Michael Jackson o Ray Charles, de qué canción elige su padre para felicitar un cumpleaños en casa... nos pasamos la cena buscando corteses lugares comunes sobre Madrid, Los Ángeles, el tiempo y Trump. No volví a ver su cara hasta que meses despúes se estrenó en Netflix el impresiona­nte documental Quincy, sobre la vida de su padre. Y entonces me di cuenta de que de aquella cena podría haber sacado guiones para, al menos, tres novelas... ¡si hubiera sabido hacer las preguntas adecuadas!

Somos mitómanos sin remedio. Y todo lo que nos acerca remotament­e a la piel de nuestros héroes nos estremece. Yo había estado a un grado de separación de Quincy, el compositor y productor más infuyente de la historia de la música popular americana; el responsabl­e de que el jazz, el R&B, y el hip hop vendan millones de discos y descargas en todo el mundo; el mago detrás de Michael Jackson, el culpable de que tengas en la cabeza la melodía de las palabras We are the world, el autor de uno de los discos que más he escuchado en mi vida (millones de veces), Back on the block. Por fortuna, no lo supe en aquel momento. ¿Qué torpes preguntas habría hecho? ¿ Qué obviedades que aquella mujer estaría harta de escuchar? ¿ Qué nerviosos intentos de arañar datos de una vida que no deja de ser solo suya, de Quincy, de Nastassja, de Kenya...? ¡Ay, la mitomanía!

Quincy es una obra de arte de dos horas dirigida por otra de las hijas del músico, Rashida. Casi sin respiro conocemos el drama del viejo Jones, su infancia al borde del inferno en Chicago, la esquizofre­nia de su madre, su insaciable necesidad de exprimir, literalmen­te, la vida (con 80 años ingresó en coma diabético con 1.000 de glucemia en sangre tras una festa). Y conocemos al hombre que, enfrentado cara a cara a la muerte, decide agarrarse a lo más grande de su vida. No a sus discos de oro, no a su trabajo con Sinatra, Ray Charles, Jackson, Gillespie, Ellington, Hanckok, Mccartney, Obama... No a su mansión en Beverly Hills ni al recuerdo vago del sexo con las mujeres más bellas del mundo. Quincy mira a la cámara y termina brindando por el trabajo duro de su padre en el Chicago de los 40, por la compañía de la familia e incluso por la presencia fantasmal de su madre enajenada. En aquella cena de Tod’s, si yo hubiera sabido con quién cenaba, lo mismo habíamos acabado hablando de lo importante: de los niños, la hipoteca, de Madrid, de Los Ángeles, del tiempo, de Trump.

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