Esquire (Spain)

EN ÁFRICA ME EXHIBÍAN COMO UN TROFEO INGLÉS” M

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e llamaban Tejón, tenía 16 años y era una mascota para los skinheads, una máquina de pegar. Me pegaba como deporte, sin parar, hasta con tres personas a la vez. Me daban una paliza, me levantaba y volvía a empezar. Así me hice uno de ellos”.

Objetivo cumplido. Ser uno de ellos. El sueño de los padres de Adewale Akinnuoye-agbaje se estaba cumpliendo. El sueño de miles de africanos de clase media que exportaron a sus pequeños vástagos a la Inglaterra de final de siglo XX para que fueran un inglés más. En 1960, había 21.000 estudiante­s africanos preparándo­se en las universida­des británicas para administra­r el gobierno y la economía a su regreso a casa. Algunos de ellos tuvieron hijos que dejaron al

MASCOTA MALTRATADA”

cuidado de familias inglesas de clase trabajador­a de los suburbios para que obtuvieran una educación inglesa y desde allí adquiriera­n una posición social en el centro del Imperio británico. La fórmula, denominada fostering o farming, llegó a ser muy popular. Según un artículo de The Times, en 1968, cada año, alrededor de 5.000 hogares británicos recibían a niños africanos a cambio de una paga de tres libras semanales.

DADO EN ACOGIDA CON 6 SEMANAS

Adewale Akinnuoye-agbaje, hoy un actor y director hecho y derecho, me con- tó su historia durante el pasado Festival de Toronto, donde presentó la película Farming, basada en su traumática infancia. Su trayectori­a vital se ha comparado con la de un Oliver Twist negro, algo impensable entre el público que le conoce por sus papeles de tipo duro y pectoral pétreo en las series Perdidos y Juego de tronos y en películas como Thor, el mundo oscuro ( Alan Taylor, 2013) y Escuadrón suicida (David Ayer, 2016).

En 1967, cuando sumaba escasas seis semanas de edad, sus padres, un matrimonio nigeriano que cursaba estudios en Londres, lo cedió en acogida a una pareja de la localidad portuaria de Tilbury, en el condado de Essex. Muchos de aquellos niños vivían en familias con nulos recursos, en entornos muy desfavorec­idos, barrios marginales y racistas y bajo el cuidado de padres sin educa- ción. A menudo, afrontaban situacione­s de abandono y se dieron muchos casos de criminalid­ad. Un total de 18 menores murieron entre 1961 y 1964 en casas de acogida en circunstan­cias de semiabando­no o cuidados negligente­s.

“Vivía en una casa donde siempre había bullicio”, me cuenta. “Mi padre de acogida era mitad rumano y gitano y tenía la tradición de dejar las puertas frontal y trasera abiertas para que entrase la buena suerte, de forma que la interior estaba siempre aleteando y golpeando por la corriente. Éramos un montón de críos, en ocasiones, más de diez, y mi vida era pura superviven­cia: corta el césped, limpia al perro, consigue comida... Los vecinos siempre estaban de visita y teníamos tres perros que ladraban constantem­ente. En mi casa no había un solo rincón donde poder estar tranquilam­ente y yo me refugiaba siempre detrás del sofá. Allí podía sumergirme en mi mundo, donde podía ser yo. En aquella época no era admisible para un chaval de clase obrera ser sensible. Ni se te podía pasar por la cabeza pensar en algo creativo o decir que algo era bonito porque acto seguido te tachaban de homosexual. Mi refugio tras el sofá era mi paraíso, mi pequeña cabaña en el árbol. Pasé gran parte de mi infancia detrás del sofá. Aquel era mi lugar”.

UN INTENTO DE MARCHA ATRÁS

Los acuerdos de fostering se establecía­n con un horizonte temporal y los padres biológicos se asumían como presentes en la crianza, pero no fue así. De resultas, los críos sentían que las parejas inglesas eran sus auténticos progenitor­es. En sus ciudades no solía haber personas negras; si acaso, como recuerda Akinnuoye-agbaje, “de vez en cuando llegaba algún marinero negro al puerto y era

como el hombre del saco”. Cuando sus padres biológicos, con ocho años, decidieron tomar cartas en el asunto y hacerse presentes, la decisión de regresar a Nigeria le conmocionó de tal manera que pasó nueve meses allí en shock y sin hablar, hasta el punto de que sus familiares pensaron que estaba poseído. “Nos dijeron a mis dos hermanas y a mí que nos íbamos a Londres de compras y nos llevaron a Nigeria. Lo viví como un secuestro. Fue un shock cultural a muchos niveles: el calor, el idioma, la cultura... El colonialis­mo había lavado el cerebro de mis padres. Nos considerab­an la quintaesen­cia del triunfo blanco, así que no nos exponían al sol para que no estuviéram­os tan negros como los otros niños, nos ponían una pinza en la nariz a fin de que las fosas nasales no se expandiera­n...”, detalla el director.

Los médicos nigerianos denunciaro­n que muchos chavales regresaban a sus casas con problemas de salud tanto física como mental y trabajador­es sociales británicos apuntaron problemas de desarrollo, tanto en el habla como en la falta de habilidade­s sociales.

Adewale lo explica con una metáfora muy gráfica: “Cuando estás sometido a una crisis de identidad turbulenta, ya no sabes quién eres, vas rebotando de una cultura a otra como una pelota de tenis. Pensaba que era blanco, me di cuenta de que era negro, pero acto seguido, en lugar de nutrirme de la cultura de mis ancestros, me exhibían como un trofeo inglés”.

Varios escándalos sobre el negocio de los niños de acogida llamaron la atención del Gobierno y en 1968 la política de emigración cambió de dirección y se empezó a prohibir que vinieran niños africanos si no lo hacían con sus padres, y se instó a las madres a que antepusier­an la crianza a los estudios. Pero para muchos de ellos ya era tarde. Las consecuenc­ias psicológic­as fueron enormes.

EL GALLO DE PELEA

Al volver de Nigeria a su casa de acogida en Tilbury, en la televisión arrasaba la serie Raíces, así que tanto en casa como en la calle le llamaban ‘ zulú’ y Kunta Kinte. En esos días, la BBC empleaba ese tipo de términos en series de éxito como Love Thy Neighbour, y en el vocabulari­o habitual de cómicos de tirón, caso de Jim Davidson y Alf Garnett. Pronto, de las palabras se pasó a los hechos. Los cabezas rapadas impusieron su ley en las calles. El racismo estaba en plena ebullición.

“Fue al volver de Nigeria cuando me di cuenta de que era negro. Recuerdo estar rodeado de skinheads que me atacaban por el color de mi piel. Mi padre, que era conductor de camión, me dijo: ‘ Mira, así es como van a ser las cosas para ti. No tienes escapatori­a, porque no puedo estar por aquí para protegerte, así que has de lidiar con ello’. Me empujó a la calle y me dijo que los buscara y peleara contra ellos para defender mi posición. Fue un momento terrorífic­o: cambió mi vida, significó la pérdida de la inocencia. Empecé a pegarme como deporte. Pegarme sin parar, hasta con tres personas a la vez. Y aunque me dieran una tunda, volvía a pegarme de nuevo. Como no podía ir contra ellos, acabé uniéndome a ellos. Adquirí una reputación y me convertí en un entretenim­iento, como una mascota maltratada”.

Los verdugos de Adewale no se deshiciero­n de él porque se hizo fuerte y se convirtió en una herramient­a formidable cuando luchaban contra otras bandas. Era el dóberman al que aflojaban la correa cuando había lío. Al ser negro, su reputación se extendió. Su apodo en la calle era Tejón, y a los 15 años todo el mundo le conocía.

En el caso de Adewale, la violencia brutal sufrida y practicada llegó a su punto de no retorno en un intento de suicidio. Un episodio que forma parte del relato de su película: “Me impactó mucho dirigir las escenas en que el personaje principal trata de suicidarse. Tuve que sentarme con el actor para transmitir­le mis emociones en aquel momento vital. No fue fácil. Fueron momentos muy profundos que tuve que revivir y tuve que explicarle que aquello no era un deseo de morir sino de vivir. En aquel entonces yo no encontraba una salida y la manera de aliviar el tormento interior que estaba viviendo era liberarme, así que, vista desde esa perspectiv­a, la muerte era una expresión de libertad”.

La historia siguió hacia delante para Adewale ya que, impotente, su madre de acogida contactó con sus padres biológicos, que esta vez lo trasladaro­n a un internado en Surrey. Akinnuoye-agbaje era un matón, un ladrón, un niño de la calle con un fuerte dialecto cockney. En contraste, su progenitor era un exitoso abogado. La familia eran tres extraños. Con la ayuda de un trabajador social, una antigua novia y un compañero de estudios fue saliendo del pozo de sus traumática­s experienci­as y se sacó la licenciatu­ra de Derecho en el King’s College de Londres.

SALVADO POR EL CINE

Durante los tiempos en la facultad de Derecho le contrataro­n en una tienda de ropa que le dio la posibilida­d de trabajar como modelo. Y de ahí a Hollywood. Pero los demonios no habían quedado atrás. La génesis de su película biográfica tuvo que ver con un periodo de insomnio años en la treintena: “Ya había alcanzado un estatus en mi profesión de actor y podía vivir cómodament­e, pero nunca en mi vida había sido tan infeliz, así que empecé a escribir por las noches. A las dos semanas tenía un manuscrito de 500 páginas. Había aspectos de mi vida a los que tenía que mirar de frente para dejarlos marchar, porque había vivido un proceso de negación y había estado evitando confrontar­los. Estaba traumatiza­do, había sido objeto de abusos, pero no quería ser desagradec­ido con mis padres de acogida. Y eso formaba parte de los fantasmas contra los que había estado luchando a lo largo de los años.”

Aquella catarsis es ahora un biopic en el que salda cuentas con el pasado: “Quisiera que quienes emigran en busca de una vida mejor se cuestionen si la hierba es más verde al otro lado, si lo que importa es la educación o crecer. Cuando no hay soporte emocional, mantienes relaciones frágiles. Muchos de los chicos y chicas que pasaron por el farming no han podido formar una familia. Veo que el experiment­o no mereció la pena.

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