EL PLACER DE BEBER
Después de respirar y comer, lo que más ha hecho el ser humano desde el comienzo de los tiempos es beber. Un gesto tan sutil como relevante, pero siempre epicúreo y hedonista
El hombre es el único animal que bebe sin sed”, escribió Mark Twain. El risueño novelista estadounidense, que también criticaba al ser humano por “hablar sin tener nada que decir”, se refería, en este caso, al placer de beber. Beber no cualquier cosa, sino algo que, como dijo Grimod de La Reynière acerca del champán, “haga más bellas a las damas y más locuaces a los caballeros”. Si el Diccionario de la RAE describe el término ‘beber’ (del latín bibere) como el acto de “ingerir un líquido”, también añade como significado complementario el de “ingerir bebidas alcohólicas”. Y de eso hablamos aquí. Del placer de beber. Quizá sin moderación, pero sí con mesura.
Desde Mesopotamia hasta nuestros días, las bebidas alcohólicas de distinta graduación han ido parejas a la civilización, por motivos alimenticios, sociales e incluso religiosos.y, por encima de todas, el vino, que está presente en el Poema de Gilgamés, el Libro de los muertos, la Biblia, la cábala, el Nuevo Testamento, así como en las mitologías egipcia (Osiris), griega (Dionisos), latina (Baco) y germánica (Odín). Desde entonces, no han faltado autores que, a través de los siglos, ensalcen su consumo desde las más variadas perspectivas. Li Po, Omar Jayam o Baudelaire reivindican el acto de beber solos, en una suerte de comunión introspectiva, tal vez en busca de inspiración, mientras que Rabelais, Casanova o Alejandro Dumas solo ven sentido al hecho de descorchar una botella si hay suficientes amigos en la mesa. Para Ovidio, el vino es un instrumento esencial del cortejo amoroso. Para Platón, un ingrediente para elevar los espíritus en pos de la verdad y la belleza. Para Ronsard, un motivo de epicureísmo.
Bebemos “por despecho, por capricho o por placer”, como decía aquel bolero de Candelario Macedo referido a las infidelidades amorosas. Bebemos como medio para algo o como fin en sí mismo. Bebemos para festejar o para olvidar, para avivar el ingenio o soltar la lengua, como gesto de camaradería, cortesía u hospitalidad... O, en el mejor de los casos, para arropar unos alimentos que, sin la oportuna compañía líquida, nos parecerían tristes, insípidos, casi huérfanos. “Una comida sin vino se llama desayuno”, proclamaba acertadamente un cartel vintage que descubrí el año pasado en Nueva York.
No hay mejor excusa para beber que comer. Pero cualquier plato no casa con cualquier trago y podría estropearnos la experiencia por un lado u otro. Marco Gavio Apicio, gourmet romano que vivió en la época de Trajano, ya se refirió en De re coquinaria al perfecto maridaje entre el vino de Falerno y la miel ateniense. Y muchos otros estudiosos han teorizado desde entonces sobre las relaciones armoniosas o contrastadas de libaciones y bocados. Nuestros favoritos: Alain Senderens (RIP), Josep Roca y François Chartier.
La primera regla del buen bebedor es, más allá de la debida contención (que no continencia), la de conocer sus propios gustos y límites. El castigo para el inconsciente implica, por orden cronológico, el ridículo, el mareo, el malestar físico y moral y la culpabilidad del día de después. En su Tratado sobre la resa- ca, Juan Bas recopila hasta 39 clases, con nombres altamente definitorios (resaca sicótica, troglodita, acéfala, filantrópica, gulosa, agorafóbica, depresiva, jocosa, pendenciera, sensiblera, amnésica...)
El buen bebedor, decíamos, además de conocer sus límites y de acompañar debidamente los tragos con alimentos y agua suficientes, ha de conocerse a sí mismo y no hacer concesiones –salvo casos de sexo asegurado– sobre el líquido que va a echarse al coleto. Hay quien gusta de vinos, cervezas o destilados y cócteles complejos, sobre los cuales podría tener la tentación de soltar un discurso aletargante o escribir una tesina. Y hay quien prefiere el trago ágil que refresca el paladar e invita a seguir bebiendo sin tomarlo demasiado en serio, confiriendo mayor importancia a otros asuntos inmediatos como la compañía, la conversación o el juego. Confieso reconocerme más entre los segundos.
“Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de todo brebaje infecto y dedicarse por entero al jerez”, proclama Falstaff en Enrique IV. Para el más hedonista de los personajes shakespearianos, no se puede perder el tiempo con bebercios que no valgan la pena. “La vida es demasiado corta para beber malos vinos”, solía decir el maestro italiano Luigi Veronelli.
Desde aquí animamos a beber con alegría, pero también con inteligencia, sin concesiones a las modas, al qué dirán o al desasosiego propio de literatos autodestructivos estilo Malcolm Lowry o Paul Verlaine (¿es usted uno de ellos?, ¡pues entonces!). Y si hay que elegir, mejor que espirituosos fuertes o long- drinks impersonales, que sea un vino de esos que logran, como decía Josep Pla, “producir chispas de inteligencia, afinar los sentidos y el gusto, enriquecer la comprensión y fomentar la bondad”. Sus papilas, su cerebro y su hígado se lo agradecerán. ¡Salud!