LO QUE HEMINGWAY HACÍA MAL
París, años 20. Un joven Ernest empezaba a pulir su prosa mientras fantaseaba con hacerse rico apostando en el hipódromo de Longchamp y en el velódromo Buffalo. Siempre perdía
Ernest Hemingway es una paradoja. Escritor entre los más populares del siglo XX, todo un premio Nobel, admirado y denostado (que es como ser admirado dos veces) por su estilo agudo, silbante; uno de los precursores, quizá el mejor, de esos jóvenes con ínfulas de periodistas literarios (aquí un culpable). Pero, pese a todo, Hemingway ha quedado casi como un cliché, un icono perfectamente reconocible y, por ello, parcialmente falso. El epítome de la masculinidad, de la virilidad simple y casi brutal. El hombre siempre armado con una escopeta, unos guantes de boxeo o una máquina de escribir. Daba igual, el resultado era el mismo. Ya decimos que la fachada era parcialmente fal- sa, una forma de defenderse del mundo mostrando la cara más agreste. Pero esa historia la guardamos para otro día...
En ese disfraz el ejercicio tenía una importancia trascendental. No era solo que a Ernest le gustasen prácticamente todos los deportes (cuanto más primitivos y salvajes mejor), sino que durante mucho tiempo pensó en ganarse la vida gracias a ellos. A veces como periodista, dejando algunas piezas clásicas sobre boxeo que aún hoy todos los plumillas que acudan a un combate deberían repasar. Otras, las menos felices, como apostador profesional. Sí, sí, como lo oyen. Veamos.
El comienzo del Hemingway apostante ocurrió en París, durante los años 20, donde un joven Ernest estaba empezando a pulir su prosa en mitad de las penurias y la diversión. Allí el escritor frecuentaba dos espacios míticos, casi simbólicos dentro de aquella ciudad de entreguerras. El primero era el hipódromo de Longchamp, al que acudía casi cada tarde, tras tomar un tren en la Gare du Nord. El otro era aún más le-
Pasados unos meses, tuvo que abandonar antes de arruinarse por completo
gendario: el velódromo Buffalo, el de las cabareteras, la bohemia y la nostalgia. El que pintó Toulouse-lautrec, el que regentaba Clovis Clerc, dueño del Folies Bergère. Y ambos establecimientos compartían clientela. Las gradas de la pista veían sestear a crápulas y artistas en ciernes (si es que no son siempre lo mismo), que más tarde, al caer el sol, se desplazaban hasta el otro negocio de Clerc. En los dos lugares pasaba sus horas el joven Hemingway en compañía de Francis Scott Fitzgerald, Ezra Pound, James Joyce y Gertrude Stein.
A Hemingway le gustaban las carreras de caballos, pero se sentía sinceramente fascinado por las bicicletas. El sonido de los neumáticos sobre la madera de la pista, el sudor de los corredores que saltaba casi hasta las gradas, los jadeos que llegan apenas ahogados por el rumor inicialmente tranquilo del público, el éxtasis final con el sprint... “Algún día conseguiré recoger toda esta emoción en una novela”, llegó a dejar escrito. Todos esos intentos, si los hubo, se quedaron en nada.
SU PLAN B
Lo que sí hizo Hemingway en París fue apostar, apostar mucho. Vamos, que durante un tiempo (en ese espacio difuso de la juventud en el que nunca tenemos suficiente dinero para vivir, pero jamás tan poco como para no sentirnos vivos) decidió que el tema de las apuestas iba a ser su forma de hacerse rico. O, al menos, de ir tirando. Lo que piensan muchos chavales hoy en día. Ya ven, está todo inventado. Resulta que Ernest empezó bastante bien, pero pronto se le fue abajo el plan. O sus informadores no estaban suficientemente informados o el escritor era demasiado inocente, pero aquello no marchaba como debía hacerlo. Pasados unos meses, tuvo que abandonar antes de arruinarse por completo. Siguió acudiendo al hipódromo y a la pista, siguió, claro, apostando. Pero solo por animar el asunto, nada de intentar forrarse.
Después... de todo, hasta el final de sus días. Atletismo, natación, levantamiento de pesas. También corre delante de los toros en Pamplona (que no sabemos si es deporte, pero hace sudar un montón), caza, pesca. De estas dos actividades escribió mucho a lo largo de toda su vida. Textos espesos, llenos de testosterona, que exudaban todo el orgullo del gran macho alfa que se muestra gozoso al demostrar su condición. Y sin embargo... sin embargo las mejores piezas de Hemingway en estos temas no son las triunfales, sino aquellas que bucean en la derrota, que buscan entre las tragedias (no siempre propias, no siempre humanas) la pizca de ternura que al mundo le falta. Por eso somos el leopardo congelado, momia enflaquecida, que se encuentra casi en la cima de las nieves del Kilimanjaro, visitante de otro mundo, de otro tiempo. Por eso, también, nos vemos en Santiago, ese alter ego apenas disimulado del Hemingway decadente, avejentado y pesimista, que tiene que ver cómo su gran captura es devorada por los tiburones. Suena sincero Ernest entre los labios del viejo...
Cuando se mudó a Cuba descubrió la pelota en los frontones de la isla, levantados por emigrantes vascos. También las peleas de gallos. Y los mojitos, vaya. En todo apostaba (sobre todo si era cosa de beber). A veces ganaba. Las más de ellas se dejaba los ahorros. Era tan tentador timar a ese americano barbudo y grandote diciéndole que el plumífero más fuerte era ese rojo: “Sí, sí, ese; no se lo piense, meta dólares a su victoria”...
Ernest Hemingway se suicidó el 2 de julio de 1961, en Ketchum, un pequeño pueblo de Idaho. Durante los últimos meses se quejaba, se quejaba mucho. De la salud, de su memoria, cada vez más quebradiza. Y de los bares de Ketchum. Sobre todo aquel, la antigua casa de apuestas. “Ya no es como antes”, decía. “Ahora parece una tienda para turistas”.
Se le acababa el mundo a aquel hombre que fingía ser más hombre que ningún otro.
En todo apostaba (sobre todo si era cosa de beber). A veces ganaba. Las más de ellas se dejaba los ahorros