Esquire (Spain)

Oscuridad

- MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ*

No importa que sea Nochebuena y haya discutido con mi mujer durante la cena. No importa que haya bebido vermut, vino, cava, ginebra y ron y ahora sienta el estómago revuelto. Tampoco que me despierte en mitad de la noche con la boca pastosa y me levante a buscar un vaso de agua. Ni que decida dejar la luz apagada y camine hasta la cocina con los ojos cerrados. No. Lo único que en esta historia importa es lo que ocurre después, cuando, al regresar a tientas hacia a la cama, mi brazo no alcanza a tocar la pared y, por un instante, me desoriento en la oscuridad.

No es la primera vez que me sucede algo así. Me ha pasado en hoteles y en casas ajenas. Pero jamás me había ocurrido en mi hogar. Después de más de veinte años aquí, lo conozco como mi rostro en un espejo, cada rincón, cada pequeño saliente de la pared, cada leve desconchón de la pintura. Si algún día perdiera la vista, podría moverme sin problema guiándome con esas referencia­s sutiles.

Sin embargo, por alguna extraña razón esta noche ese mapa mínimo no sirve. La mano yerra al intentar tocar la pared y yo siento un vértigo momentáneo. El espacio se expande y me encuentro perdido en la oscuridad. Apenas dura un segundo, quizá menos, un instante fugaz que se prolonga eternament­e hasta que un pequeño movimiento del brazo logra al fn atrapar la pared y todo vuelve a su sitio.

He alargado el brazo unos centímetro­s menos de lo habitual. Un mínimo error de cálculo. Nada más. La pared sigue ahí. ¿Dónde, si no? Eso, al menos, quiero pensar.

Consigo llegar a la cama y, tras dejar el vaso a tientas en la mesita de noche, logro acostarme. Tapo mi cuerpo con el edredón nórdico y siento las sábanas algo más rasposas de la cuenta. Hundo la cabeza en la almohada y mi cuello no logra ajustarse del todo. Es mi cama, es mi edredón, son mis sábanas, pero algo impercepti­ble parece no ser igual del todo, como si ese milisegund­o de pérdida de espacio me hubiera introducid­o en una dimensión extraña.

No sé por qué se inicia este pensamient­o, pero rápidament­e me hace imaginar que esta no es mi casa y que el cuerpo que tengo a mi lado no es el de mi mujer. Es una idea ingenua, lo sé, pero no por eso puedo evitar que pase por mi cabeza. Intento poner la mente en otras cosas, cerrar los ojos y dormir. Pienso en las luces del árbol –debería haberlas dejado encendidas–, pienso en los textos que tengo que entregar esta semana, en el coche mal aparcado; pienso en las nochebuena­s rutinarias y en que a veces se me hace imposible escapar al déjà vu; pienso en la discusión tonta de esta noche y en que claro que comprendo que después de diez años es normal que el deseo se desvanezca y el amor se transforme en algo diferente. Pienso en demasiadas cosas a la vez, pero no puedo evitar dejar de pensar en lo que ahora más me preocupa: ¿y si el espacio que se ha abierto esta noche es un portal oscuro que me ha introducid­o en una dimensión extraña?

La habitación continúa en la más completa oscuridad, aunque los ojos, ya acostumbra­dos, comienzan a percibir siluetas. Levanto un poco la sábana para mirar a mi lado y observo un bulto inmóvil. Es ella, sin duda. Aunque no la vea con claridad, la reconozco. Como también reconozco todos los contornos que poco a poco empiezan a formarse en mi retina. La mesita de noche con los libros apilados, la silla con la ropa desordenad­a, la hebilla del cinturón como un punto de luz apuntando al suelo, la ventana entreabier­ta por la que penetra la mínima claridad que me hace percibir todo esto... Con esa minúscula penumbra, la sensación de extrañeza empieza a desaparece­r. Y siento que la habitación vuelve a su sitio, como si el esbozo de los perfles y las sombras lo hiciera regresar todo al presente. Incluso siento que mi cabeza, por fn, logra acomodarse a la almohada.

Es entonces cuando la respiració­n de mi mujer me sobresalta. Más que una respiració­n parece un gruñido. Se levanta al aseo y contemplo su fgura de espaldas. Enciende la luz del baño y puedo intuir su camisón blanco con fores. Es ella. No hay duda. Oigo en el aseo algo semejante a un gemido. “¿Qué te pasa?”, le pregunto. No me contesta y pienso que no me ha escuchado. Al poco, sale de allí y vuelve a la cama con las luces apagadas. Conoce la casa en la oscuridad. Igual que yo. Es ella. Sin duda.

Cuando se recuesta junto a mí, regresa el desconcier­to. Y los pensamient­os insólitos vuelven a mi cabeza. De nuevo, los intento apaciguar, pero no hay manera de hacerlo. “¿ Y si mi mujer ya no es mi mujer?”, vuelvo a pensar. Y mientras lo hago, noto cómo ella se gira hacia mí y comienza a palpar el pantalón de mi pijama. Mete su mano en mi calzoncill­o y agarra con fuerza mi polla fácida. Yo me sorprendo al sentir cómo se endurece de repente. Hago el ademán de bajarme un poco el pijama y ella acaba la operación quitándome­lo todo con violencia. Acerca su cabeza a mi sexo y lo introduce en su boca. Percibo la humedad de su lengua, pero también sus dientes aflados. Su respiració­n ronca cuando toma aire para seguir chupando.

No hablamos. Ninguno de los dos pronuncia una sola palabra. Ella deja de chupar y, con un movimiento rápido, se pone a horcajadas sobre mí. Húmeda como la primera vez. Es en ese momento cuando comienzo a percibir el hedor. Pienso al principio que se trata del cruce de los sexos no aseados a esas horas de la noche. Pero el olor a podrido se hace cada vez más denso y yo apenas puedo contener el vómito.

A pesar de eso, mi polla continúa erecta, como cuando follábamos en el coche después de un concierto. Nos movemos en la penumbra y en ningún momento puedo siquiera intuir su rostro. El cabello largo cae sobre sus pechos y llega incluso a rozar mi vientre. Una maraña de cuerdas empapada en aceite. Me abraza con fuerza y sus uñas se clavan en mi espalda y en mi cuello. Me excito cada vez más, en el quicio sutil entre el dolor y el placer. Me gusta. Disfruto, pero en todo momento soy consciente de que hay algo en ese cuerpo que no logro reconocer. Es mi mujer, pero no acaba de serlo. Me cercioro del todo cuando soy yo quien toca su espalda y mis dedos comienzan a introducir­se en su piel, como si estuvieran modelando arcilla mojada. En ese momento ella grazna con violencia y sus movimiento­s se vuelven aún más bruscos. Y en ese momento también me posee el terror y pienso que es mejor permanecer en silencio. Obedecerla. Seguir allí, debajo ella, sea lo que sea ella.

Es lo que hago hasta el fnal. Hasta que exploto en su interior y, tras dejar por fn de moverse, se recuesta de nuevo a mi lado. Yo me quedo inmóvil, callado, en una esquina de la cama, sin coraje para moverme de allí, esperando a que amanezca y de una vez por todas se ilumine la habitación. Conforme llega el día, la oscuridad se desvanece y la luz del sol comienza a entrar por la ventana. Miro temeroso hacia mi lado izquierdo y por fn puedo verla con claridad. Es ella. Mi mujer. No hay nada extraño en su rostro.

–Feliz Navidad, amor –me dice al despertars­e. Y me besa en la frente como si la noche no hubiera existido. –Feliz Navidad –le respondo. Se levanta al aseo y yo me quedo un momento en la cama. Desayunamo­s y abrimos los regalos. Unos guantes táctiles para usar el móvil en invierno. Una billetera nueva de las que no abultan en el bolsillo. Hemos sabido acertar como cada año. Nos miramos a los ojos y sonreímos sin necesidad de hablarnos. Todo continúa igual, pienso. “¿Igual que cuándo?”, no logro evitar preguntarm­e.

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