Esquire (Spain)

EL FÚTBOL C’EST COMME ÇA La historia de amor entre el Atlético de Madrid y Francia es larga. Su último episodio, Lucas Hernández. Antes que él, otros muchos guerreros se pintaron los colores rojiblanco­s con acento tricolor. Jose Antonio Martín Otín, ‘Petó

- FOTOGRAFÍA OMAR AYYASHI ESTILISMO NACHO PIÑEL

Lucas Hernández será pronto el mejor central del mundo”, aseguraba Fernando Torres con ese tono de seriedad del que se ayuda el delantero centro para distinguir las cosas importante­s de las demás en cualquier conversaci­ón. Desde esa sentencia han pasado dos años por la vida de Lucas, suficiente­s como para ser campeón mundial con Francia, de la UEFA con el Atlético de Madrid y sumar partidos normalitos –pocos–, muchos buenos y alguno extraordin­ario. No se le recuerda ninguno malo. En el centro de la zaga o de lateral.

La concentrac­ión, la contundenc­ia y la velocidad son las virtudes más señaladas de Lucas Hernández, exactament­e aquellas de las que carecía el estético central del Olympique de Marsella Jean François Hernández, su padre. Filiforme, diez centímetro­s más alto que Lucas, exquisito en el golpeo y la salida de balón, menos duro que elegante, menos ordenado que improvisad­or, Jean François llegó a España por Vallecas, y del Rayo luego pasó al Atleti. El único gen futbolísti­co que viajó de padre a hijo fue el que hizo zurdo a Lucas. Y a su hermano, pero esa es otra historia de la que el misterioso Jean François, cuya pista desaparece en Tailandia, se ha perdido todos los capítulos.

DE ANATOL A LUCAS

El primer francés que formó en el Atlético de Madrid fue Manuel Anatol, un personaje casi tan singular como su hermana María, agente clandestin­o de la Red Comète en la Resistenci­a francesa contra los alemanes. Manuel, de Irún, pero también de Francia porque su padre había nacido en la otra orilla del Bidasoa, era estudiante de ingeniería de largo alcance, de esos que encuentran la manera de serlo mucho tiempo y viven de la complacenc­ia familiar hasta que la familia se harta. El ultimátum paternal fue el que le trajo a Madrid para terminar la carrera. Había tenido líos federativo­s antes y los tuvo a su llegada: no le importaba apalabrar con el Madrid, firmar por el Valladolid y jugar en el Atleti. Era récordman en atletismo, campeón español e internacio­nal con la selección francesa de fútbol. Era audaz, un poco fanfa, y lleno de virtudes físicas. Jugaba, corría y, si quería más, volaba en un Bugatti hasta pasar por uno de los pilotos de automóvil más significad­os en las competicio­nes nacionales: el prototipo de sportman.

Jacinto Miquelaren­a, el inventor del periodismo deportivo, le caricaturi­zaba en Stadium con una sonrisa amplia, llena de dientes en un rostro despreocup­ado y frivolón. Le vacilaba a gusto, Miquelaren­a, años antes de tirarse al metro en la estación parisina de Michel-ange – Auteuil, cuando el periodista ya era un hombre decepciona­do. Aquella temporada en el At- leti la concluyó el futuro ingeniero industrial como zaguero y entrenador, las dos cosas a la vez. A mitad de año le llamó Francia para jugar contra España. Anatol no fue esa tarde al Parque de los Príncipes.

Lucas Hernández (Marsella, 1996) tuvo sus dudas sobre qué casaca nacional ponerse, la azul o la roja. Fueron más listos los franceses porque la astucia y la previsión cotizan en el balompié y los galos anduvieron tan vivos como su maestro Mazarino, que sin ser cura fue cardenal y sin ser francés aparece en los almanaques como el héroe diplomátic­o de la tricolor, por entonces flor de lis. No se hubiera dado ningún reproche íntimo el joven zocato si hubiera elegido España: él mismo lo explica: “Soy francés en Francia y español en España”. Lo mismo que René Petit, lo mismo que Anatol tantos años antes. Pero que la selección hispana lo tuvo en sus oraciones es sabido. Y que de un golpe esa captación hubiera significad­o tapar el hueco inmenso que dejará pronto Sergio Ramos, también.

Así que en España será únicamente el Atlético de Madrid el que disfrute de un futbolista cuyo horizonte ni se adivina. Un marsellés llamado a ser el cuarto naipe de un póker celestial en el que las otras cartas llevan el rostro de Marcel Domingo, Ben Barek y Antoine Griezmann. De Griezmann sabemos mucho; de Domingo y Larbi Ben Barek, lo que hazañas de dioses dejan en la retina de los ancianos, en la memoria de los cronistas, en la lectura de los curiosos. Bastante poco.

El primer francés que jugó en el Atleti fue Manuel Anatol, estudiante perpetuo, estrella del atletismo y piloto de carreras. Audaz, fanfarrón y lleno de virtudes físicas

Marcel Domingo era un galán de cine bajo los tres palos, un portero elástico, alto para la época, de origen español pasado por Argelia, que fue el recorrido de sus padres hasta que pararon en Arlés. Con Helenio Herrera cerró la portería del Stade Français y con Helenio se vino a Madrid tras asombrar una tarde amistosa a la Gradona del Metropolit­ano. Sus jerséis amarillo limón, rosa vivo, azul eléctrico... encontraro­n una ingeniosa teoría de defensa: “Son para convocar la atención del atacante; no ven red, solo portero”. Pero los que conocieron bien al Volcán Domingo se iban más bien por la vena presumida del apuesto atleta que cerraba la puerta del mejor equipo del mundo tras la caída del Torino Calcio en Superga.

Fue trofeo Zamora con el Atlético de Madrid, fue colchonero fanático y fue el hombre más desgraciad­o de la tierra cuando su club le dijo que por la sobrevenid­a limitación de extranjero­s debía dejar el club. De la calle Barquillo 22 salió aquella tarde de 1951 un hombre abatido, no un guardameta acabado: unos años después retornó a la Liga y volvió a ser Zamora con el Español. Pero la herida roja y blanca solo se le curó cuando en la temporada 1969-1970, ya en el Manzanares, Vicente Calderón le llamó para entrenar al equipo. Marcel Domingo se puso su jersey de cuello alto, rescató a la vieja guardia con Adelardo al frente y devolvió la grandeza de los campeones al Atlético de Madrid. Fue el primer entrenador que logró ganar la Liga después de haber sido jugador del club. Lo repetiría Luis. Y un tercero, Diego Pablo Simeone, volvería a hacerlo. Solo tres. El Cholo Simeone, el hombre que creyó en Lucas Hernández y le hizo debutar.

MARSELLA, DE PRINCIPIO A FIN

España estaba en Tetuán y el Atlético de Madrid, por uniformado­s interpuest­os, hacía nacer el equipo más laureado de Marruecos, el Atlético de Tetuán, sus colores y su estilo. Más abajo, en Casablanca, mandaba Francia. Por eso el carboncill­o de edad indefinida que jugaba por las plazuelas del barrio Cuba junto al Campo Philipe tenía su destino marcado: Larbi Ben Barek primero asombró en el protectora­do y luego en la metrópoli. Jugó en Marsella y en París, en el combinado marroquí y en la selección de Francia. Y fue, dice Pelé, el mejor futbolista de todos cuando se puso a hacer magia por los campos de España para ser la Perla Negra del Atletico de Madrid, su estrella para siempre. Luego se fue, claro. Seguro que ya no cumplía los cuarenta... Después volvió a Casablanca, pero, antes de hacerlo, el resistente se dio una vuelta por Marsella, salvó a su Olympique del descenso y lo condujo hasta la final de copa. La Marsella de Lucas Hernández mucho antes del 14 de febrero de 1996, pero con la misma pasión en su bleu futbolero.

Y sí, hubo otros que trazan la línea francesa entre las rayas del Atlético de Madrid. Hasta llegar a Griezmann, alternativ­a a los mejores del futbol mundial, y al esperanzad­or Lemar, unos cuantos. Pero ninguno de ellos, ninguno entre los menores y ninguno entre los grandes, que desde niño se pegara la camiseta al torso, el escudo al corazón que es exactament­e donde cae, y labrara su carrera como jugador desde que firmó su primera ficha alevín hasta la de profesiona­l. Doce años, más de la mitad de su vida, los ha pasado Hernández camino del Cerro del Espino, en la vaguada que ofrece Majadahond­a al acabar el pueblo, donde el frío de invierno se hace más serrano. Para cubrir esos años sin fatiga, encontrand­o un punto de pasión hasta en las noches más aburridas, fue necesaria una mano infatigabl­e, la de su madre. Ahora que vuela solo, es campeón del mundo, millonario por contrato, jugador destacado, ídolo de muchos, espejo de futbolista­s chiquitos que quieren ser como él y querido como pocos por una hinchada que le siente suyo y ruge cuando vuela cincuenta metros para hacer un cruce imposible en la otra esquina, la pierna por delante ofrecida antes que el gol en contra. Gana peso la fuerza de una madre que supo lo que había que hacer para acercarle a un sueño.

Son muy pocos los jugadores de fútbol que levantan la Copa del Mundo. Poquísimos los que lo hacen al comienzo de su carrera. Y unos cuantos los que resisten la tentación de calzarse las malditas ‘botas de oro’ de las que hablaba Luis Aragonés, esas que anclan con el lastre del éxito la vida del futbolista triunfador. Pesan y deslumbran hasta matar el amor por la victoria. Para evitar el riesgo, Lucas Hernández tiene el escenario ideal, el equipo en el que está y, sobre eso, aún algo todavía más a mano: su propia historia. No tiene más que recordar todo lo que ha peleado para saber que lleva en él la marca del triunfo: seguir en la pelea y darle la razón a Fernando Torres.

Doce años, más de la mitad de su vida, los ha pasado Lucas camino del Cerro del Espino. Para cubrir esos años sin fatiga, encontrand­o un punto de pasión hasta en las noches más aburridas, fue necesaria una mano infatigabl­e, la de su madre

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Chaleco de Herno, y jersey y pantalón de BOSS.

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