ARQUITECTURA BRUTAL
Escribo no como el arquitecto que no soy sino como un paseante que se queda sorprendido ante unos edificios de materia bien pensada y trabajada con soltura. El brutalismo es una de las corrientes arquitectónicas más reconocibles del mundo. Esta singularidad, como sus estructuras, no deja a nadie indiferente y es odiada y amada a partes iguales.
El nombre le viene del francés béton brut, que significa ‘hormigón crudo’, y era como Le Corbusier denominaba a su material favorito. Como este era el material principal con el que se construían los grandes edificios después de la Segunda Guerra Mundial, el crítico de arquitectura Reyner Banham adaptó el concepto béton brut al inglés y acuñó el término brutalism en su ensayo The New Brutalism, Ethic or Aestethic? para referirse a todos los edificios que dentro del movimiento moderno se proyectaban con ausencia total de ornamento y el hormigón se presentaba desnudo en sus fachadas. El verdadero protagonista era el material, y como el tamaño de los edificios solía ser de una escala enorme, hacía que grandes estructuras como vigas o pilares cobraran mucho protagonismo en la percepción del edificio.
AMOR POR EL HORMIGÓN
De esta suma de conceptos nace la arquitectura brutalista en torno a 1950, una manera perfecta de construir sedes corporativas enormes, centros comerciales, campus universitarios o viviendas sociales.
Algunos de los primeros arquitectos que siguieron esta corriente, como Alison y Smithson, llegaron por la búsqueda de funcionalidad en la construcción, y se dedicaron por completo a edificios con absoluta ausencia de decoración. Además, el uso del hormigón les permitía ejecutar edificios de gran tamaño. La materia básica era barata y permitía por su moldeabilidad rescatar ciertas formas expresionistas de la escultura abstracta. Esta sencillez en las formas desembocaría en otro movimiento bien conocido en nuestros días: el minimalismo.
Gracias al uso del hormigón, fue uno de los primeros movimientos internacionales ‘globalizados’, lo que lo condu- jo hasta tierras tan lejanas como Costa de Marfil o Brasil, cuya tradición arquitectónica poco tenía que ver con lo construido hasta entonces.
LA HUELLA DE LA URSS
Donde sí se extendió como la pólvora fue en los países comunistas de la antigua URSS. Los teóricos del marxismo sabían que semejantes macroestructuras con sus formas magníficas lanzaban un mensaje de autoridad que facilitaba el sometimiento de los ciudadanos a las estructuras del poder. Los edificios, al ser obras enormes, tendían a crear comunidades aisladas unas de otras, por lo que favorecían los guetos y se granjearon una gran impopularidad entre los ciudadanos de a pie, proclives también a considerarla como una arquitectura tosca e inhóspita, cuando realmente es muy delicada y requiere de grandes conocimientos técnicos para su ejecución.
Para mí, estas esculturas habitables hacen lo tangible abstracto y lo rígido fluido, trabajando la forma y el vacío como si de BrâncuȘi o Moore se tratara, creando un estuche que enmarca de forma inmejorable cualquier contenido decorativo. La superposición que se puede percibir según los ángulos de los distintos planos establece una secuencia elocuente, seria y rigurosa, de una suntuosidad atemporal, casi mística, que, aunque nos retrotrae a un estadio primitivo, es pura modernidad.
Es en este punto donde se adapta a los tiempos que corren, en esa búsqueda de la esencialidad, relegando lo superfluo a la inexistencia y haciendo visi- bles todos los elementos que dan servicio, creando así un impacto visual de sinceridad insuperable. Se convierte en sí mismo en una radiografía superpuesta y nos muestra los distintos planos del edificio como si fueran un teatro de sombras chinescas.
El brutalismo es un arte porque es capaz de trabajar un material tan duro y frío para convertirlo en un artificio delicado, sedoso, en un juego de luces y formas que subyacen en una linealidad a veces imposible.
El movimiento ha dejado una huella que todavía hoy podemos ver en arquitectos grandísimos como Tadao Ando, porque quizá se produce un paralelismo entre su biografía (él es exboxeador) y lo que percibimos cuando estamos ante una de sus obras, como de brutalidad contenida, domeñada por la técnica y ejecutada de forma impecable, sublime, diría.
En España también tenemos buenas representaciones de este movimiento, como las Torres Blancas, de Sáenz de Oiza ( Madrid, 1973); la facultad de Ciencias de la Información, de Laguna Martínez y Castañón Fariña (Madrid, 1971); la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de Filipinas, de Sánchez-robles Tarín (Madrid, 1970); y en Barcelona, la casa de Ricardo Bofill, una antigua cementera (1975) y La Fábrica (1975).
Acercarse con otra perspectiva, a este movimiento que estrenó una nueva forma de pensar y de construir ayuda a mirar sin prejuicios estas moles de belleza condensada cuyo peso estético, funcional y social es indudable, y cuyos presupuestos, tanto técnicos como conceptuales, han servido para sustentar buena parte de la arquitectura que hoy se ejecuta y se experimenta en nuestro mundo globalizado.