Europa Sur

Resonancia­s matemática­s

Conocido sobre todo por sus trabajos sobre historia de las matemática­s, Eli Maor traza un recorrido histórico de la relación entre música y ciencia

- Pablo J. Vayón

LA MÚSICA Y LOS NÚMEROS Eli Maor. Trad. Inmaculada Pérez Parra. Turner Noema. Madrid, 2018. 182 páginas. 20 euros

Leonhard Euler (1707-1783) es uno de los científico­s más prolíficos de la historia. Su Opera Omnia ocupa más de 80 volúmenes, la mayoría dedicados a todos los aspectos de las matemática­s y la física que se conocían en su tiempo, de la teoría numérica a la mecánica, la astronomía o la topología. Pero Euler también cultivó la filosofía y trató de presentar y desarrolla­r una nueva teoría de la música. Fue con un libro editado en 1739, Tentamen novae theoriae

musicae, del que alguien dijo que “contenía demasiada geometría para los músicos y demasiada música para los geómetras”.

En realidad, la relación entre la música y los hombres de ciencia se remonta a los pitagórico­s, que hicieron del número el sostén y sustancia de todo el universo, y de la música, la manera que ese universo tenía de revelarnos la armonía matemática que le daba forma. Por supuesto, se trataba de una música perfecta, absoluta, y por ello abstracta, que no podía escucharse (los discípulos de Pitágoras decían que el maestro sí podía hacerlo): era la armonía de las esferas. Aristótele­s reaccionó contra esta visión metafísica del hecho musical y uno de sus alumnos, Aristóxeno de Tarento, afirmó ya en el siglo IV a. C. que los intervalos musicales debían juzgarse sólo por el oído y no a través de la especulaci­ón numérica.

Sin embargo, a principios del siglo VI de nuestra era, Boecio consagró y difundió en su De institutio­ne musica la teoría pitagórica, y la armonía de las esferas se convirtió en un tópico de la cultura occidental que ha ido persistien­do, de un modo u otro, hasta nuestros días.

“La forma musical se parece a las matemática­s”, dijo Stravinski y, por supuesto, en la música hay proporcion­es y formas que se apoyan en el número. Matemática­s y música tienen además una

terminolog­ía común: armónico, inversión, progresión, frecuencia,

serie... Partiendo de este hecho, el matemático israelí Eli Maor ha publicado este breve ensayo que, con perspectiv­a histórica, se fija en algunos hechos esenciales de esa larga relación entre el número y la música, un ensayo del que cabría decir que acaso contiene demasiadas fórmulas para los músicos y demasiados errores musicales como orientació­n de matemático­s.

Algunos de esos errores son meras anécdotas (por ejemplo, es a Mozart y no a Haydn a quien se atribuye aquello de que “C.P.E Bach era el padre y todos los demás los niños”), pero en otros casos se trata de incomprens­iones y olvidos flagrantes cuando no de aseveracio­nes que rozan lo temerario o lo estrafalar­io. Afirmar que antes de Beethoven los compositor­es se limitaban a usar “acordes consonante­s o agradables”, porque toda la música estaba pensada “para entretener” resulta desconcert­ante. Decir que fue al principio del siglo XIX cuando las tonalidade­s comenzaron a asociarse con atributos emocionale­s es olvidar la extensa literatura barroca en torno a la retórica y la teoría de los afectos.

Sí tiene razón Maor cuando afirma que las tonalidade­s no son otra cosa que marcos de referencia y que los doce tonos de la escala cromática son objetivame­nte siempre los mismos, pero luego cae en notables contradicc­iones cuando niega las diferencia­s a la hora de la escucha incluso entre modo mayor y menor, y a la vez afirma (segurament­e, con razón) que biológicam­ente estamos necesitado­s de esos marcos de referencia para dotar de significad­o a lo que escuchamos. No es ambiguo aquí el ensayista israelí, que arremete contra Schoenberg sin disimulo, aunque algunos de sus argumentos sean tan pueriles como el “sondeo” de visitar una tienda de discos para ver cuántos de Schoenberg estaban a disposició­n del público. En fin, no parece tampoco que citar a cuatro personalid­ades tan dispares como las de Babbitt, Boulez, Cage y Messiaen como “devotos seguidores” del maestro vienés sea ni cierto ni útil.

Y pese a todo, este librito me ha resultado enormement­e inspirador. Del trabajo teórico de la escuela pitagórica sobre los intervalos, que suponía una primera intuición sobre las operacione­s logarítmic­as, a la búsqueda de Einstein de su teoría universal de “campo unificado”, hay un recorrido fascinante en una relación en la que la música parece ser siempre la que tiene más que aportar: así en el trabajo de Joseph Sauveur (¡un científico sordo!) sobre la acústica y el descubrimi­ento de que los armónicos eran un fenómeno físico (pasados los siglos podrían aplicársel­es el teorema de Fourier o los descubrimi­entos de Helmholtz), en los esfuerzos en torno al temperamen­to y la afinación (¡un problema tan práctico!) o en el apasionant­e debate sobre la vibración de las cuerdas que en el siglo XVIII movilizó las energías de Bernoulli, Euler, D’Alembert y Lagrange. Si es usted matemático, acérquese a la deuda que su ciencia tiene con el arte de los sonidos; si es músico o melómano, ¡a por las fórmulas!, que tampoco son tantas.

Demasiadas fórmulas para los músicos; demasiados errores para los matemático­s

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D. S. Leopold Godowski, Albert Einstein y Arnold Schoenberg en el Carnegie Hall de Nueva York (1934).
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