Europa Sur

Luz de Trento

- Manuel Gregorio González

MURILLO EN LA CATEDRAL DE SEVILLA Juan Miguel González Gómez y Jesús Rojas-Marcos González. Cabildo Catedral Metropolit­ano. Sevilla, 2018. 384 páginas. 30 euros Con ocasión del cuarto centenario de Murillo han visto la luz numerosos estudios y compendios, entre los que cabría citar, sin ánimo de ser exhaustivo­s: Murillo y las metáforas de la imagen de Benito Navarrete, Corpus Murillo de Pablo Hereza, el volumen Murillo fecit, obra de varios autores, La escuela de Murillo de Enrique Valdivieso, así como la reedición de La fortuna de Murillo, de García Felguera. A dicha progenie viene a añadirse este Murillo en la Catedral de Sevilla, firmado por los profesores Juan Miguel González Gómez y Jesús Rojas-Marcos González, donde se pretende fijar no sólo la actual vinculació­n del templo con las obras del pintor, sino también la azarosa relación histórica que, de un modo u otro, han guardado ambos desde mediados del XVII.

En este sentido, conviene recordar que fue el arcediano de la Catedral quien en 1655 pide permiso al cabildo para colgar a su costa dos obras de Murillo –el San Isidoro y el San Leandro, hoy en la Sacristía Mayor–. A partir de ahí, y siempre siguiendo a Angulo Íñiguez, vendría su aparatoso y soberbio San Antonio de Padua, destinado a presidir el baptisteri­o, así como El Ángel de la Guarda o los extraordin­arios tondos en madera de la Sala Capitular. Queda clara, en cualquier caso, la naturaleza religiosa, trentina, de gran parte de la pintura murillesca, y su estrecha vinculació­n con la Sevilla crepuscula­r, azotada por la peste, que conoció

Murillo. Una pintura, por ello mismo, compasiva y humanísima, muy lejos de la compunción y el vértigo de Valdés Leal, y en la que es fácil señalar su estrecha relación con la literatura del siglo anterior. Concretame­nte, con el Lázaro de Tormes que alumbra y destaca, sobre la oscuridad de su época, la af ligida existencia del pícaro. Con lo cual, si Murillo fue “luz de Trento”, no quiso ser ni “martillo de herejes” ni “espada de Roma”. La sobrecoged­ora cordialida­d de Murillo, aquella que lo condenaría al olvido, viene movida por la compasión, no por la culpa y el arrepentim­iento.

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