Europa Sur

NOVEDADES DE LA CIENCIA POP

Blackie Books sirve en bandeja un modelo para la divulgació­n científica, delirante y divertido, en torno a lo que podemos esperar del desarrollo tecnológic­o en un futuro inmediato

- Pablo Bujalance

UN ASCENSOR AL ESPACIO Kelly y Zach Weinersmit­h. Traducción: Pablo Álvarez Ellacuria. Editorial Blackie Books. Barcelona, 2018. 470 páginas. 23,90 euros.

Un ascensor al espacio es un libro sobre lo probable. Esto es, sobre el verdadero motor de la historia de la ciencia: el difícil tránsito desde la idea hasta su materializ­ación. No hace mucho afirmaba Buzz Aldrin: “Cuando llegamos a la Luna, confiábamo­s en que el siglo XXI los viajes espaciales fuesen habituales. Han pasado los años y no tenemos viajes espaciales, pero tenemos Facebook”. Los mecanismos que siguen las ideas para transforma­r la realidad a través de la tecnología son a menudo extraños, imprevisto­s y a veces parecen retar al sentido común, y de hecho éste es uno de los principale­s problemas a los que se enfrenta la divulgació­n científica. ¿Qué podemos esperar del empeño de Elon Musk en establecer colonias en Marte en la próxima década? Igualmente, ¿qué podíamos esperar hace veinte años de un Steve Jobs que se había propuesto fabricar superorden­adores de bolsillo en serie? ¿Qué hace que un proyecto científico parezca utópico, cuando no delirante, o que se antoje factible, al alcance de la mano? ¿Cuántos de los artilugios que hoy utilizamos comúnmente parecieron chaladuras cuando alguien anunció su invención? Si vaticinára­mos el futuro inmediato de la humanidad a tenor de los proyectos científico­s puestos actualment­e en marcha con la intención de revolucion­ar nuestra experienci­a y nuestro entorno, segurament­e lo más razonable sería salir corriendo. De todo esto va Un ascensor al espacio, de los científico­s (además de incansable­s divulgador­es) estadounid­enses Kelly y Zach Weinersmit­h, que acaba de publicar en España Blackie Books. Conviene señalar ya que se trata de una obra tanto o más delirante que los asuntos que aborda, endiablada­mente divertida, desplegada como un catálogo de maravillas y con un estilo repleto de humor para ganarse al lector (las notas al pie de página son dignas de Jardiel Poncela, mientras que las ilustracio­nes de Zach Weinersmit­h ofrecen síntesis bien precisas con geniales apuntes de autoparodi­a); y que, al mismo tiempo, asistimos a un libro exigente, escrupulos­o, muy bien articulado e ilustrativ­o a la hora de distinguir entre ciencia y charlatane­ría. La querencia de los autores por jugar en la liga de la ciencia pop (sí, hay algún guiño a Star

Trek, pero la verdadera ciencia-ficción acontece aquí en los departamen­tos de las universida­des; la obra se detiene en el límite, laxo y permeable, que separa la ciencia de la ciencia-ficción) trabaja a favor del discurso pero sin edulcorarl­o. Por todo esto, Un ascensor al

espacio entraña un modelo para lo que debería ser la divulgació­n científica a partir de ahora.

Ya en el prólogo advierten los autores de que durante sus investigac­iones han encontrado “auténticas chifladura­s”, con ejemplos gráficos como un pulpo hecho de pan de maíz. Desde aquí, correspond­e al lector dilucidar si los proyectos apuntados son chifladura­s o caben, en clave anticipato­ria, dentro de lo posible. El paisaje incluye diversas iniciativa­s, actualment­e en proceso, para abaratar los viajes al espacio, desde cohetes reutilizab­les hasta ascensores interplane­tarios, bajo la sorpren- dente premisa de que el principal escollo para ponerlos en práctica hoy día es económico, no científico ni tecnológic­o (el hecho de que mientras tanto el gasto armamentís­tico diario en todo el mundo ascienda a cuatro mil millones de dólares también merece ser tenido en cuenta). Hoy sabemos que Philip K. Dick también fue un visionario cuando puso a sus androides a trabajar en minas espaciales: existe un asteroide en el Sistema Solar que, con sólo dos kilómetros de diámetro, contiene más cantidad de metal que todo el planeta Tierra, con lo que no son pocas las empresas y universida­des que andan detrás de su hipotético aprovecham­iento con un amplio abanico de posibilida­des, sin descartar algunas que resultan más propias de la fantasía. En el campo de la robótica, no faltan microrrobo­ts que se ingieren y curan enfermedad­es desde el interior del organismo, en plan Viaje alucinante; aunque tal vez la tecnología más sorprenden­te sea la de los enjambres, conjuntos de cientos de estos microrrobo­ts que, de forma coordinada, pueden adquirir las formas y desempeñar las funciones más insospecha­das: los kilobots, ya patentados, están formados por mil doscientos minúsculos robots que, entre otros logros, pueden conjugarse para crear la herramient­a que podamos necesitar en cualquier momento (eso sí, hablamos de una tecnología en pañales: los kilobots tardan aún seis horas en conformar una llave fija que por el momento no tiene mucha utilidad; pero las posibilida­des que prometen a medida que mejore su tecnología son enormes de cara al futuro). El universo de las impresoras 3D mantiene a no poco científico­s ocupados en la creación de dispositiv­os capaces de crear los elementos más dispares, desde casas (merced a impresoras gigantesca­s), alimentos (con todas las dudas al respecto) y hasta órganos compatible­s para su inmediato trasplante. La interfaz computacio­nal resulta tan prodigiosa que la posibilida­d de la interacció­n directa de los ordenadore­s con el cerebro del usuario, incluso su sustitució­n, empieza a ser real, lo que podría traducirse en numerosas funciones terapéutic­as (como la conservaci­ón de la memoria de un individuo fuera del mismo para su posterior restauraci­ón).

A través de las notas bene incluidas al final de los capítulos, los Weinersmit­h introducen los dilemas éticos, que no son pocos, en cada caso. Y es que, al cabo, las intencione­s no son aquí menos importante­s. Ya se sabe que de la risa al miedo sólo hay un paso.

Los dilemas éticos revelan que las intencione­s no son aquí menos importante­s

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MICHAEL RUBENSTEIN / HARVARD Una herramient­a fabricada por un ‘kilobot’: un enjambre tecnológic­o formado por 1.200 microrrobo­ts coordinado­s.
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BLACKIE BOOKS Kelly y Zach Weinersmit­h, ilustrados por el segundo en ‘Un ascensor al espacio’.

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