Europa Sur

PUNTO DE ESPERA

- ÁNGEL J. SÁEZ ajsaez@gmail.com

AMANECE a las puertas de un organismo municipal. Baja un viento helado de poniente y la cola de usuarios aguanta a pie firme a ver si abren, en una hilera irregular para respetar la distancia de seguridad. En el suelo hay unas pegatinas: “Punto de espera”, dicen. Una chica, a paso ligero, se salta el semáforo en rojo a la vista del panorama. Tropieza, cae. Nada grave. Se coloca, magullada, al final de la fila.

Aún falta para que abran. Y hace frío. En la cola, a la intemperie, se masticaba que el Rayo había bajado a segunda, que en esta empresa de aguas es difícil que te atiendan al teléfono, ni dan cita previa y que por la web no se resuelve nada. Así que a esperar.

Una señora guardia de seguridad, porra colgante a la cintura, asoma por la puerta. Hay vida tras los cristales cegados. Diligente, profesiona­l, ordena al sumiso y helado rebaño: los colistas de más de 65, a un lado; el resto, como el Rayo, a segunda. Cuando abren a las 9, hay gente esperando desde las 7 y pico. Carámbano discreto en la punta de la nariz. No pasa nada, que entramos enseguida. O no. Parece que dentro están ya gestionand­o el alta de varios contratos de agua. Habrá puerta trasera, se comenta, porque el primero sigue sin haber entrado.

El viento arrecia, el tímido rayo de sol no baja de aquel puñetero balcón y los más mayores, al fin, van entrando poco a poco. La otra docena que están perdiendo una mañana de trabajo o de tiempo libre siguen allí, ateridos. Dan las 10. Sin novedad en el frente.

Funcionan dos de las cuatro mesas, se dice, porque allí dentro no hay quien asome la cabeza. El virus, ya saben. Y la señora de la porra. El trato es normalito, tirando a secote –dicen–, según la que te toque. Lo normal en estos sitios.

Y no, no es la España de los setenta, cuando el médico del seguro llegaba al ambulatori­o a la hora que considerab­a oportuno, mientras los callados pacientes esperaban pacientes, callados y tragando. Era lo que había. Y si el “Don” de turno llegaba tarde, a aguantarse, que para eso era un miembro destacado de la sociedad civil. Pero no, la escena no es de los tiempos de Gila. Estamos en la España de la pandemia y las esperas las organizan los mismos burócratas que cobran de los pringados que aguantan callados y pacientes en la cola. Sin poner una reclamació­n ni alzar la voz. A los diez meses de declarada la enfermedad no han sido capaces de inventar ni un detallito de mejora en la atención al cliente. O sí, disculpen que exagere, que han dispuesto la pegatina del “Punto de espera”, unas flechas en el suelo para que sepan dónde helarse mientras aguardan, un bote de gel y unas mamparas. Ya nos hemos adaptado a las exigencias del virus del siglo XXI.

Los de la cola (11:30, tres horas de espera los recalcitra­ntes que aún no han desistido) van rajando (bajito) de Emalgesa y de la madre que la parió. Pero en torno al punto de espera se masculla que la misma historia te la encuentras en Aqualia, en el centro de salud, en la ITV, en la concejalía de urbanismo de tu ayuntamien­to, en la recaudació­n de Diputación… Servicio público de calidad, desde el calorcito de la oficina. Sin una queja. Sin una reclamació­n. “De vergüenza”, dicen en la cola, como en aquellos tiempos del “Don”.

–Por cierto, le falta otro documento, señor. Que no se entera. Vuelva usted mañana. Si se atreve.

A los diez meses de declarada la enfermedad no han sido capaces de inventar ni un detallito de mejora en la atención al cliente

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