Europa Sur

LA ÚLTIMA RIADA

- JOSÉ JUAN YBORRA

EN estos días se cumple más de medio siglo de una riada que aún emerge en los recodos más ocultos de la memoria colectiva y acabó alterando la configurac­ión urbana de la ciudad olvidadiza.

El 13 de enero de 1970 fue martes, y durante varias semanas llevaba el tiempo metido en agua. Las lluvias eran una especie de hado bíblico que amenazaba cada invierno a los que vivíamos en la parte baja. Por aquel entonces, el río de la Miel era en su desembocad­ura una lámina de oscuro y maloliente cieno en donde desembocab­an las aguas fecales de todas las cotas urbanas. En poco se distinguía de la cloaca citada por Laurie Lee en sus crónicas de los años treinta, escritas tras recorrer a pie La Trocha y arribar con agrado al mundano ambiente de la ría, entre hoteles ingleses, humeantes locomotora­s e institutos de segunda enseñanza. Era un caudal infecto en su último tramo, pero vivo. Con la periodicid­ad de los ciclos no escritos renovaba naturalmen­te sus aguas con las que recogía a partir del otoño desde el cobujón de las Corzas hasta la Rejanosa. En algunas ocasiones, se salían de cauce y llegaban a la ciudad incontenid­as: el llano de la Junquera, el río Ancho, la calle de la Estación eran los primeros enclaves en recibir el azote de olas de lodo que al llegar a la Caridad se extendía desde la calle Tarifa a toda la zona baja.

Aquel día de san Hilario la riada fue especialme­nte torrencial. Apenas dio tiempo a proteger las puertas con los tablones que cada vecino guardaba para defenderse de las avenidas y la inundación, con las primeras sombras de la tarde, superó los alféizares de ventanas y congojas. Durante horas, por las calles navegaron barcas del cercano puerto y la bajada del nivel con la marea nocturna dejó altas marcas de crecida y un poso de légamo que arruinó vidas y viviendas. Al día siguiente no hubo clase y las azoteas se poblaron de manos afanosas en limpiar lo que la riada había enfangado. Meses más tarde se anunció con oportuno bombo oficial que se había encontrado la solución a tantas zozobras invernales: se excavó un nuevo cauce desde Pajarete hasta la playa de los Ladrillos y soterraron el antiguo hasta su histórica desembocad­ura en la entonces cosmopolit­a Marina. Pocos defendiero­n su recuperaci­ón, su reconversi­ón en venerable corriente que siguiera orillando las dos antiguas ciudades. Casi todos aceptaron las toneladas de tierra que cegaron su maltratado lecho y elogiaron un recién descubiert­o progreso que acabó sepultando al río. Desde el balcón familiar por el que vi pasar riadas y hedores comprobé que Algeciras estaba inhumando su historia y que el verbo regenerar no era conjugado por estos lares. En aquel entierro sin réquiem la ciudad perdió parte de su esencia y yo dejé de ser niño.

Las lluvias eran una especie de hado bíblico que amenazaba cada invierno a los que vivíamos en la parte baja

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