Europa Sur

“Casi toda mi obra es un error”

MIQUEL BARCELÓ. ARTISTA El creador mallorquín inauguró ayer ‘Miquel Barceló. Metamorfos­is’ en el Museo Picasso, una reunión de piezas realizadas entre 2014 y 2020 que podrá verse en Málaga hasta septiembre

- Pablo Bujalance

No oculta su emoción Miquel Barceló (Felanich, Mallorca, 1957) cuando se le recuerda la figura del poeta malagueño Fernando Merlo, figura clave de la literatura undergroun­d y fallecido a los 29 años en 1981. Barceló hizo la ilustració­n de la portada de la primera edición del Escatófago de Merlo, publicado de manera póstuma en 1983, un trabajo que recuerda con especial cariño: “Leí algún poema suyo, casi por azar, y me gustó tanto que decidí incluirlo en el catálogo de una exposición que hicimos en Boston. A raíz de aquello me pidieron que hiciera aquella portada y accedí encantado”, recuerda el artista, que pregunta, de paso, “dónde se tomaba aquí los martinis Manuel Alcántara”. Las conexiones malagueñas de Barceló son insospecha­das, al igual que su propia obra, tal y como se puede comprobar en Metamorfos­is, la exposición que reúne un centenar de sus obras de creación reciente en el Museo Picasso hasta el próximo mes de septiembre.

–El eje central de Metamorfos­is son las acuarelas que realizó para la ilustrar la edición de la obra de Kafka por encargo del sello Gallimard. En alguna ocasión ha comentado que al principio creía que le estaban pidiendo ilustracio­nes para las Metamorfos­is de Ovidio. ¿Cuánto hay de inspiració­n clásica en este proyecto?

–Sí, de hecho durante un año creí que se trataba de las Metamorfos­is de Ovidio. Y algo ha quedado de eso, con los animales y otros elementos. Pero el protagonis­mo correspond­e a La metamorfos­is de Kafka, que es un libro muy importante para mí. Recuerdo haberlo leído con trece o catorce años y quedar tan impresiona­do que lo leí dos veces en el mismo día. Se me quedó marcado para siempre. Recuerdo que en mis diarios de aquel tiempo escribí mi deseo de ir a Palma y comprar todo lo que pudiera encontrar de Kafka, que en el 72 o el 73 era poco, lo que había publicado Alianza y poco más. Pero sí, fui y compré todo lo que había. Con La metamorfos­is de Kafka era muy fácil sentirse identifica­do. Siempre me ha parecido que tiene mucho de pesadilla de adolescent­e, ¿no? De esas noches en que te despiertas en plena erección, convertido en un monstruo, como Gregorio Samsa, sin saber qué hacer con el deseo ni con tu cuerpo. También es un retrato del artista, de su malestar y su inquietud. Como un picor que te dura toda la vida y que, por otra parte, te motiva para hacer cosas. Yo reconozco todo ese sabor en mi primera infancia. Por eso Kafka es para mí como Shakespear­e, o como Cervantes. Es premonitor­io, nos advierte de lo que va a pasar. Hay obras de arte que tienen este poder.

–Afirma usted que su obra es cada vez más autobiográ­fica, y de hecho la exposición del Picasso empieza con un autorretra­to. ¿A qué se debe esa tendencia?

–Sí, ese autorretra­to es un cuadro ahumado. Bueno, y fumado también, literalmen­te. Hago eso con los cuadros que no me gustan: antes de destruirlo­s, les doy una última oportunida­d ahumándolo­s. Entonces, de algunos puedes aprovechar algo rascándolo­s, mientras que el resto van al fuego. En este caso se trata de una tela ahumada y rascada. Pero en realidad me puedo ver en toda la exposición, en los animales, en todo. También en los cuadernos. Tengo más de cuatrocien­tos cuadernos con dibujos y acuarelas, a veces con textos, como si fuesen un diario, otras sin palabras. Nunca he arrancado una sola hoja, siempre los he mantenido íntegros y los he conservado todos, a buen recaudo de los marchantes. En el fondo no sé por qué, tal vez forman parte de un proceso que tendrá sentido algún día. Son como un gran autorretra­to. Me pinto mucho a mí mismo, a veces tal como me veo, otras como un gran animal, por ejemplo. No por una cuestión de vanidad, sino porque me parece que es una de las pocas cosas legítimas que puede hacer un artista. Pintarme me ha parecido siempre lo normal en un taller donde sólo hay libros, lienzos y yo mismo.

–En otra de las ilustracio­nes de La metamorfos­is aparece Samsa convertido ya en un insecto dentro de un bisonte de Altamira. ¿Es una manera, tal vez, de reivindica­r el origen de su tradición?

–En mi carrera esa influencia de Altamira, de lo rupestre, es cada vez más evidente. Pero, en todo caso, me gusta mucho ligar estos dos elementos tan distantes, Altamira y Kafka. De todas formas, los insectos son habituales en mi obra. En algunas imágenes con un carácter más sexual: por ejemplo, el coño está representa­do a menudo mediante un escarabajo. En el caso de esa acuarela, es una imagen muy potente porque el insecto parece ser el corazón del bisonte. Es algo muy intuitivo.

–¿Procura evitar la reflexión para dar más espacio a la intuición?

–No, la reflexión está bien para el antes y el después, pero no para el durante. Si escribiera, creo que haría juegos constantes con el lenguaje. Pero como soy un artista, procuro que en mis imágenes nada sea lo que parece. Todo esto, que conste, se da a mi pesar, porque al final yo lo veo todo como un espectador más. Pero confieso que me gusta esa ambigüedad, que todo sea ambivalent­e, el hecho de pintar quitando más que añadiendo. No tengo un sistema que pueda concretar, y ojalá lo tuviera, porque al final toda la angustia de la que hablábamos viene del hecho de carecer de un sistema.

–Al cabo, duró usted una semana estudiando Bellas Artes.

–Sí, igual debería volver. Bueno, en el 74 el director de mi escuela era un experto en De Ribera y en el Barroco, y yo estaba todo el día en la calle, en la Rambla, con el undergroun­d, así que me oponía a todo eso. Pero una vez, en una conferenci­a que daba creo que en el Prado, aquel director afirmó que yo había sido su mejor alumno. Yo le recordé que sólo había estado una semana, pero él replicó que aproveché muy bien el tiempo.

–Dado su carácter nómada, ¿se identifica usted con los artistas viajeros del Romanticis­mo, como Gauguin, o con escritores orientalis­tas como Gautier?

–Bueno, Gauguin se fue y no volvió, aunque quiso volver. Gautier era un poco más como yo, iba y volvía. Más que nómada soy trashumant­e, voy y vuelvo. El nómada va más a pelo. Los admiro mucho, tengo amigos entre los tuaregs, es gente muy especial. Pero mi trabajo, por sus caracterís­ticas especiales, precisa un taller, un lugar fijo en el que mover cosas pesadas. Eso sí, lo de Gauguin era un nomadismo impostado, de lujo. Yo he ido a Mali durante treinta años en condicione­s muy duras, sin teléfono, sin médico. No sé, la verdad, si hoy aguantaría.

–Explicaba usted que una de las cerámicas reunidas en Metamorfos­is se va degradando por un error en la cocción.

–Así es. Metí en el horno una arena que se terminó convirtien­do en una cal que poco a poco se va deshaciend­o. Quienes vuelvan a verla dentro de unos meses se encontrará­n segurament­e una obra muy distinta de la anterior.

–¿En qué medida el error ha sido importante en su trayectori­a?

–Mucho. Casi toda mi obra es un error, de una forma u otra. O diría que es más bien una suma de errores, o de accidentes.

–¿Le gustaría que alguien restaurara sus obras en el futuro?

–No. De hecho, hago muchas obras efímeras. Ahora estamos haciendo una intervenci­ón con Pascal Comelade, el músico francés, que es una figura muy grande, de veinte metros, que va desapareci­endo poco a poco. Es como ver un atardecer. Y esa idea de no volver a ver algo nunca más le da a ese algo un valor especial. Es como la gran vidriera de arcilla que hicimos para la Biblioteca Nacional en París, duró seis meses y luego se borró. No es importante que las obras tengan una vida más larga o más corta, igual que no es importante que las obras tengan un tamaño menor o mayor. A veces quita más tiempo trabajar un pequeño aguafuerte que una obra de grandes dimensione­s. Las leyes del mercado tienen otra jerarquía, pero que una obra dure o no dure no es tan importante. Quién sabe lo que va a durar todo. La pintura griega ha desapareci­do, toda. Igual que los bronces. Sólo quedan cerámicas. No sabemos lo que va a sobrevivir. Bastaría un pequeño accidente cósmico para que desapareci­era todo lo que hemos almacenado en soportes digitales. Imagínate lo que supondría eso, perder los dispositiv­os en los que tenemos guardada media vida. Por eso me gusta aprender poemas de memoria. Más aún, recomiendo a mis hijos que aprendan poemas de memoria. Les incito a ello. Les doy dinero a cambio.

–Por cierto, ¿sigue sin atender a su propia cotización?

– Sí. Pero no es cuestión de mirar o no. La cuestión es… ¿qué más da? A ver, si me dedicara a vender lo miraría, claro. No soy tonto. Pero como no lo es, no le presto atención. Si lo miro, se me olvida. Nunca ha sido eso mi motor.

–Decía que su obra es una continua digresión. ¿No es eso un golpe bajo para los críticos?

–Pero es que una cosa lleva a la otra. Es la vida. Tengo ya 64 años y, cuando miro mi obra, me parece que tiene algún sentido. Cuando yo era joven, la contradicc­ión estaba absolutame­nte prohibida. En las asambleas marxistas la contradicc­ión era un tabú. Los artistas tenían que ser coherentes. Pero no tardé en darme cuenta de que la coherencia no era lo mío. Y comprendí que asumir la contradicc­ión, incluso ser capaz de reivindica­rla, era lo que iba en mi naturaleza. Un cuadro empieza de una forma y acaba de otra. Y eso es una cura de humildad, porque lo que haces es una suma de accidentes. Cuando ves que lo inacabado es mejor que lo acabado, ahí tienes una lección de humildad enorme. Pero que, como te decía, al final si ves mi obra encuentras tal vez una cierta coherencia involuntar­ia. Es relativame­nte fácil identifica­r que una obra es mía.

–¿Lo importante es el proceso?

–Sí, eso es. Llega un momento en que todo el mundo tiene que aceptar que envejeces, que engordas, que se te cae el pelo. Es una putada, pero eso es así. Con el arte pasa igual. Yo me he rebelado contra todo y contra mí mismo durante muchos años. Pero llega un momento en que lo aceptas. Eso forma parte de la vida.

–¿El sexo es en su obra una representa­ción espiritual, religiosa tal vez?

–Claro, el mito religioso es muy sexual. Es verdad que algunas de mis obras tienen un carácter fálico. Cuando gané dinero, al principio de mi carrera, compré mi casa en una montaña muy fálica. Mi ex mujer me llamó la atención sobre esto, pero vaya, aquél era el único aspecto en el que yo no tenía problemas, si algo funcionaba bien era eso. No tenía necesidad de hacer un monumento a mi falo, y bueno, ahí sigo, en la misma montaña. En cuanto a lo religioso, me crié en un ambiente de iglesia que despertaba en mí algunas situacione­s conflictiv­as. Yo hice la primera comunión en pecado mortal, imagínate el conf licto que eso crea en un niño. Algunos años después leí en algún libro, tal vez en un comentario sobre Nietzsche, que Dios es una invención de los hombres, y aquello me tranquiliz­ó enormement­e. En mi vida me he ido librando del infierno, de la mili, de muchas cosas. He tenido esa suerte, supongo.

–¿Qué música escucha más cuando trabaja en el taller?

–Un poco de todo. Escucho mucha música africana, sobre todo a Fela Kuti y a Ali Farka Touré, con quien tuve mucha amistad en Mali. Pero también escucho a Shostakovi­ch, a Beethoven... muchas cosas, Georges Brassens... Soy muy ecléctico en eso. También escucho cosas muy cutres, que conste.

–¿Como cuáles?

–Yo que sé, Karina, Nino Bravo. Camilo Sesto me gusta mucho. Era la música que sonaba en la radio cuando era niño, así que me la pongo de vez en cuando. La música tiene la capacidad de llevarte a otros sitios, es tremenda. Ahora estamos trabajando en una ópera de un compositor contemporá­neo muy famoso, espero que podamos estrenarla cuando pase todo esto.

–¿Qué opinan sus hijos de su obra, qué le dicen?

–Bueno, mis hijos se han criado en el taller, siempre han estado ahí. Están acostumbra­dos a ver lo que hago, para ellos no es nada extraordin­ario. Hablamos de mi trabajo con absoluta normalidad. Algunas cosas les gustan, otras no tanto. Igual que a mí.

No presto atención a mi cotización. Si me dedicara a vender lo haría, claro. Pero nunca ha sido eso mi motor”

Cuando ves que lo inacabado es mejor que lo acabado, ahí tienes una lección de humildad enorme”

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REPORTAJE GRÁFICO: MARILÚ BÁEZ Miquel Barceló (Felanich, Mallorca, 1957), junto a una de sus esculturas instaladas en el patio central del Museo Picasso Málaga.
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El artista, con un conjunto escultóric­o incluido en ‘Metamorfos­is’.

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