Puigdemont mártir
Lo de la monja Sor María de los Dolores Díaz de Miranda podría ser una anécdota grotesca si no fuera por los precedentes que el nacionalcatolicismo catalán viene ofreciendo en los últimos años. Bien cierto es que también en aquella región española debe haber cristianos escandalizados por la falta de caridad de abadesa y priora para con aquella, según la entrevista realizada por Arcadi Espada y glosada en estas páginas por Enrique Montiel. Prefirieron ofrecer la palma del martirio al ‘bueno’ de Puigdemont que la piedad obligada por voto a su hermana en Cristo.
Pero lo más sorprendente es que a este ascenso al martirologio coadyuve también el vicepresidente del Gobierno y su partido político. En su particular proceso de deconstrucción de la Constitución Española, y por ende de la nación, llegó a comparar la huida del ex presidente catalán con los exiliados republicanos españoles. Semejante comparación debería haber producido mayor conmoción e indignación en quien se considera portavoz de aquellos comunistas exiliados que sufrieron y penaron, junto al resto de republicanos, para mantener viva la llama de la libertad política y traerla a España. Pero no, el rechazo del ministro de Consumo a las palabras del vicepresidente fue de guante blanco. El escaso clamor del PCE, o de su genial metamorfosis Izquierda Unida, contra aquella comparación obscena revela el poco sentido histórico que esta formación tiene actualmente. Lo que no deja de ser una contradicción si se compara con el celo doctrinario puesto en la aplicación de la Ley de Memoria Histórica. Si se hace el ejercicio de imaginar qué hubiese ocurrido de haber sido pronunciadas aquellas palabras delante de la nómina de históricos comunistas españoles obtendremos la indignación debida. Mas lo peligroso hoy de no censurarlas enérgicamente es la relativización a la que se somete la memoria. Así empieza lo malo, sacrificando la verdad de los datos a teorías especulativas sustentadas por ambiciosos y sectarios (y sectarias también en este caso).
Contribuir al santoral nacionalista catalán es dilapidar el capital político que forjó la generación de la Transición. La pretendida república plurinacional, que aspiraría a incluir en la convivencia nacional a los distintos nacionalismos, es una utopía más. Es utópico porque aquella tendría que fundamentarse en la lealtad y ya vemos como se practica tanto con las instituciones democráticas como con Dios.