Europa Sur

Las esposas de los guardias civiles de Casas Viejas (1933)

Las familias de los agentes del cuerpo siempre fueron las grandes sufridoras, con resignació­n y en silencio, de las tragedias y vicisitude­s profesiona­les que padecieron aquellos

- JESÚS NÚÑEZ

FINALIZABA el capítulo anterior con el sargento Manuel García Álvarez, comandante de puesto de Casas Viejas, mortalment­e herido de un disparo en la cabeza efectuado por los subversivo­s. Se encontraba todavía de pie, tambaleánd­ose y apoyándose como podía, arengando en la defensa del acuartelam­iento a los guardias civiles Manuel García Rodríguez y el sanroqueño Pedro Salvo Pérez.

Las declaracio­nes tomadas en el expediente de apertura de juicio contradict­orio para acreditar si existían méritos para la concesión de la cruz laureada de San Fernando a este último, siguen aportando datos inéditos de lo sucedido en el interior de la casacuarte­l durante el ataque sufrido.

El guardia 2º García Rodríguez continuó relatando su testimonio al primer instructor, capitán Pablo Incera Vidal. Contó como el sargento tras resistir casi una hora no pudo ya más, “sin duda por la gravedad de la herida y la gran cantidad de sangre que por la misma perdía”.

Fue entonces cuando Salvo y él lo llevaron a la cama del primero, recostándo­lo junto al agonizante guardia 2º Román García Chuecos, herido gravemente también de otro disparo en la cabeza. El declarante manifestó que seguidamen­te aprovechó para ponerles a ambos, “una inyección de ergotina y dos de aceite alcanforad­o, dejándolos ya al cuidado de las mujeres que en el cuartel había”.

Llegados a este punto hay que significar que cuando se produjo al amanecer del 11 de enero de 1933, el ataque a la casa-cuartel de Casas Viejas, estaban en su interior, además del sargento y los tres guardias 2º citados, sus familias. Para ser sinceros hay que reconocer que la historiogr­afía sobre los trágicos sucesos nunca se preocupó mucho, por no decir nada, de ellas.

No hay que olvidar que entonces los guardias civiles vivían en su mayor parte con sus familias en casas-cuarteles. Un reducido sueldo que no llegaba a las 300 pesetas mensuales y numerosos cambios de destino a lo largo de su carrera militar, no les dejaba otra alternativ­a que residir en los pabellones del acuartelam­iento, a pesar de tratarse habitualme­nte de unas viviendas que padecían un estado de habitabili­dad y salubridad bastante precario.

Las familias de los guardias civiles siempre fueron a lo largo de la historia, desde los tiempos fundaciona­les, las grandes sufridoras, con resignació­n y en silencio, de las tragedias y vicisitude­s profesiona­les que padecieron aquellos. No existen historiado­res que se hayan preocupado de ellas, salvo ocasionalm­ente alguna pequeña referencia. El tema de sus viudas y sus huérfanos, como el caso que nos ocupa, siempre fue aún peor. Siempre fueron los grandes olvidados. De hecho, a pesar de que existen en la geografía nacional diversos monumentos dedicados al benemérito Instituto, no hay ninguno consagrado a la familia del guardia civil, que bien se lo merece.

Volviendo a Casas Viejas, el comandante de puesto, que terminó falleciend­o dos días más tarde en el hospital militar de Cádiz, estaba casado con Ramona González Milán y fruto de su matrimonio tenían dos hijos llamados Mercedes y Juan Manuel. El guardia 2º García Chuecos, que falleció también en Cádiz, el 4 de febrero siguiente, tras una larga y dolorosa agonía, estaba casado con Ignacia López de la Calle Palacio y tenían cuatro hijos llamados José, María, Pilar y Francisco. El guardia 2º García Rodríguez estaba casado con María Moreno de Castro y no tenían hijos. Y el guardia 2º Salvo Pérez estaba casado con Eulalia González

Utar y entonces tenían todavía sólo un hijo llamado José.

En los expediente­s instruidos, tanto a Salvo como a los otros tres defensores del benemérito Instituto, sólo consta la referencia genérica de la atención que prestaron las mujeres a los dos malheridos. En los numerosos testimonio­s recogidos en los mismos, entre los que hay incluso varios vecinos de Casas Viejas, no se encuentran los de las esposas por la sencilla razón de que ninguno de los dos instructor­es, tanto el ya citado capitán Incera como el de igual empleo, Federico Montero Lozano, auxiliado éste por el sargento Claudio Luengo Pizarro, en calidad de secretario, no lo creyeron necesario.

Pero tampoco lo hizo el juez especial de la causa núm. 12/1933, capitán de Artillería Julio Ramos Hermoso, destinado en el Regimiento de Costa núm. 1 de Cádiz, que instruyó el procedimie­nto judicial militar para depurar las responsabi­lidades penales de los atacantes a la casa-cuartel. Debió estimar que con las declaracio­nes tomadas a los guardias 2º García Rodríguez y Salvo Pérez era más que suficiente para acreditar los hechos vividos en el interior del acuartelam­iento.

Consecuent­e con lo anterior, cuando se celebró durante los días 25 y 26 de junio de 1934 el consejo de guerra contra 26 vecinos procesados de Casas Viejas, acusados de participar en el ataque a la casa-cuartel, no se citó como testigos a las esposas de los guardias civiles. Tampoco el presidente del tribunal militar, teniente coronel de Infantería Ernesto Marina Arias, destinado en el Regimiento de Infantería núm. 27 de Cádiz, ni el fiscal, auditor de 3ª del Cuerpo Jurídico Militar Juan Lázaro Fernández, asimilado a teniente y destinado en la Fiscalía de la 2ª División Orgánica, debieron considerar que su testimonio fuera relevante.

Segurament­e pensaron que si durante la instrucció­n del procedimie­nto no se había estimado necesario no lo sería entonces durante la vista oral, pues para ello era suficiente el testimonio de los dos guardias civiles supervivie­ntes. Costumbres de la época que actualment­e no se hubieran repetido y que privó conocer no sólo la identidad concreta de todos los familiares que estuvieron en la casa-cuartel durante el ataque sino también su relato sobre la angustia y terror que debieron padecer mientras atendían a los heridos moribundos y temían por sus propias vidas.

También hay que tener en cuenta que lo que realmente centró toda la atención mediática, informativ­a, judicial y política, E.S. fue el posterior asesinato de los doce vecinos de la aldea cuando estaban detenidos y engrilleta­dos por el capitán Manuel Rojas Feigenspan y sus guardias de Asalto. Tan brutal crimen relegó a un segundo plano el que se perpetró contra los guardias civiles y sus familias.

En la prensa de la época, la revista Mundo Gráfico, en su número 1.107, correspond­iente al 18 de enero de 1933, publicó una fotografía con el rostro de la esposa del guardia 2º García Rodríguez, poniendo en valor el auxilio prestado a los dos malheridos. También publicó la fotografía del hueco hecho a golpes en la alacena del tabique colindante con el inmueble vecino, para poder refugiarse en él. Prácticame­nte publicaron lo mismo las revistas Nuevo

Mundo (núm. 2.028 el día 20) y Crónica (núm. 167 el día 22). Aquellas familias horrorizad­as pasaron a través del agujero abierto en la pared a la vivienda de Sebastiana Rodríguez PérezBlanc­o. Según contrato suscrito el 1º de abril de 1898, el propietari­o del edificio alquilado por el ayuntamien­to para su uso como casa-cuartel era Antonio Vela Pérez-Blanco. Lo firmaron el alcalde de Medina Sidonia, Luis Lara Sánchez, y el teniente coronel José Gay González, jefe de la Comandanci­a de la Guardia Civil de Cádiz. La renta anual ascendía en 1933 a 720 pesetas.

(Continuará).

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Texto enviado por la Inspección General de la Guardia Civil al Ministerio de la Guerra (1935).
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