Europa Sur

AQUEL NIÑO RUBIO

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS

HACE muchos, muchos años, más de los que yo quisiera transcurri­dos, pero menos de los que quisiera celebrar, fui invitado por Noni (José Antonio Benítez Santos) a acompañarl­e a algo así como lo que los francoparl­antes llaman soirée y los angloparla­ntes party; pero que ni se lleva ni tiene nombre entre españoles. Una mujer, Queta, actriz afincada en Barcelona pasaba unos días en Madrid e invitaba a sus amigos a eso, a una soirée; o sea, a tomar una copa en su casa a eso de las ocho de la tarde. El día se prestaba, era uno de esos de tonos grises típicos del otoño madrileño. Noni estudiaba arte dramático y canto en el Real Conservato­rio de Música y Declamació­n, de la calle San Bernardo, en Madrid, y Queta, que resultaría ser Queta Ariel (realmente, Enriqueta Cobo) estaba entre sus compañeros de viaje de aquel tiempo. Del marido (creo yo) de Queta, aparenteme­nte más joven que ella, no recuerdo más que el apellido: San Francisco. Era uno de esos tantos actores, chusqueros o de carrera, que pululaban por las noches de un Madrid bohemio y lleno de ensoñacion­es.

Un niño rubio con cara de pícaro diecioches­co alternaba los brazos de su madre, Queta, con pequeñas carreras sorteando

Ese niño con cara de pícaro, que era el único que no había pensado en ser actor, sí que llegó a serlo

a los que estábamos allí: gente de teatro, de poca fortuna, periodista­s en trance de serlo y poetas de un par de docenas de poemas y miles de sueños. Yo también estaba en eso, en el periodismo de tres al cuarto y en el TEU, es decir, en el Teatro Español Universita­rio. No sabría reencontra­r la casa, pero recuerdo que estaba en las proximidad­es del María Guerrero y a unos metros del café Gijón. Noni combinaba una buena voz de tenor con cualidades innatas para la interpreta­ción. Sin embargo, un buen día se volvió a su pueblo y el mío, montó una pequeña librería en el callejón del Ritz, adonde estuvo El Estrecho, uno de los bares más recoletos entre los que hemos disfrutado en Algeciras, y aparcó sus viejos sueños de artista. Consiguió una plaza en el Instituto, y además de contribuir a la creación del Museo Municipal y escribir unas cuantas cosas, dirigió su futuro a la docencia, que continuó en Sevilla hasta su jubilación.

Ese niño rubio con cara de pícaro, que aquella tarde era el único que no había pensado en serlo, sí llegó a ser actor. Se llamaba Enrique San Francisco y se ha muerto el otro día, después de una vida tan dura como agitada. Al recordarlo con nostalgia, lo he sentido con pena y como si fuera cosa propia.

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