Dirty Harry
El padre de un viejo amigo mío era persona de una talla intelectual incotrovertible. Premio nacional de traducción, no creo que deba añadirse más. Contaba César que ese erudito, tras horas y horas de trabajo en el despacho, no pedía más que cosas sencillas para relajarse: el paseo con su mujer junto al mar o ver una peli norteamericana de trama más bien elemental, a poder ser con alguien poniendo orden en la ciudad a tiro limpio. No me cabe la menor duda de que Antonio Holgado Redondo era persona con hondos conocimientos cinematográficos, que sabía y disfrutaba de todo tipo de cine. Pero cada cosa había de tener su momento.
El hecho es que, salvando las distancias, unas ventanas más allá ocurría exactamente lo mismo en mi casa, tal cual. Los estudiosos del latín y los jueces serios tienen su lógico lado humano, y sus hijos tuvimos la fortuna de ser testigos de ello. Un día, no sé cómo, llegó a casa un absurdo anillo de broma. Un anillo espantoso de plástico dorado, creo recordar), unido a una tosca bomba de plástico a guisa de depósito de agua. Aquello hizo las delicias de mi padre, que se hizo con él durante unos días. “¿Viste el anillo que me compré?” te decía mientras te acercaba el anillo a la cara. El observador veía aquello con natural perplejidad. Tocaba entonces apretar el puño…el hecho de ver la física hacer su trabajo, y ese chorro de agua empapando la cara de la víctima, causaba gran regocijo a mi padre. Llegaba la hora de comer y del despacho salía un jurista tornado en niño travieso, con el anillo listo para hacer su broma… ¡¡Qué tiempos aquellos!!.