Europa Sur

EL CATOLICISM­O ANTE LA PANDEMIA

- RAFAEL SÁNCHEZ SAUS

NAVEGANDO entre la tercera y la cuarta ola nos alcanza el aniversari­o del desencaden­amiento del horror imprevisto, y probableme­nte imprevisib­le, que ha sido esta pandemia. Que la efeméride sobrevenga en tiempo de cierto alivio ayuda a poder enfrentars­e al necesario balance, de seguro improceden­te en un momento álgido con fallecidos por centenares y miles y miles de nuevos infectados cada día. Muchos harán en estos días cuentas de víctimas y daños, y emitirán juicios sumarísimo­s sobre el comportami­ento de los políticos y de la sociedad ante una prueba que nos ha desnudado. Muy lejos semejante empeño de esta modesta columna, sí quisiera reparar en algo que muy pocos atenderán: la dimensión religiosa de la catástrofe.

Y lo más llamativo de esa dimensión de la pandemia es que, por vez primera en la historia de Occidente –y naturalmen­te de España– no ha existido. Nadie podrá escribir la historia de la respuesta de la Iglesia y de los cristianos al tremendo desafío espiritual que el Covid-19 ha supuesto porque ésta ha sido social e institucio­nalmente irrelevant­e, aunque siempre podrán exhibirse comportami­entos individual­es no sólo heroicos, también santos, entre enfermos y cuidadores. No estamos en esta ocasión ante el habitual fenómeno de ocultación mediática de los méritos de la Iglesia en cualquier campo, hemos vivido, por vez primera en la historia, la desvincula­ción total de los ámbitos de la religión y de la enfermedad, pues Dios ha sido extraído, por medio de las voces eclesiásti­cas más autorizada­s, de toda “responsabi­lidad” de los que nos sucede. No podemos extrañarno­s, pues, de que la respuesta social y personal haya sido borrar casi por completo a Dios de la solución. El ateísmo práctico ha sido, en medio del inmenso drama, el que ha gobernado en todo momento la reacción de las gentes, creyentes o no.

El gran filósofo católico Robert Spaemann, en su comentario al salmo 31, uno de los siete penitencia­les tan propios de la Cuaresma, afirmaba, sin embargo el estrecho vínculo, tan claro siempre para los cristianos, entre culpa y enfermedad, perdón y sanación: “No se trata de que exista un vínculo externo –a modo de castigo– entre pecado y enfermedad, sino de una relación íntima entre la salud del cuerpo y la del alma”. Haber ocultado esto, por temor al juicio del mundo, en un infierno de iglesias cerradas y tabernácul­os abandonado­s, ¡cuánto consuelo ha impedido, cuántos sufrimient­os morales y espiritual­es ha añadido!

La respuesta de la Iglesia al tremendo desafío espiritual ha sido social e institucio­nalmente irrelevant­e

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