Europa Sur

Rotabel, los Moya y el Bachillera­to

● Todavía en los años setenta abundaban en Algeciras las casas donde se podía comprar tabaco, sacarina, Roter, medias de nylon, plumas o relojes; formaban parte del paisaje

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS

EN ese recorrido que desde la Plaza Alta a la Baja vertebra el centro histórico de la ciudad de Algeciras, se ofrecen al caminante dos alternativ­as, la cuesta que ha mantenido el viejo nombre de la calle Real, más asociada al mar, y la que parece anunciar con antelación la presencia del mercado, la calle Sacramento.

No son calles de paseo sino de paso o circunstan­ciales, pero yo diría que en la elección de la una o de la otra influía el destino final del viandante. La calle Real parecía ser la elección de los que se dirigían a la Marina o al Puerto, y la calle Sacramento la de los que iban a la compra. De hecho, esta última ya era mercado, tanto en su cauce como, sobre todo, en el ancho brazo de la calle Panadería que tiene asociado. El bullicio de las mañanas, desde muy temprano, a un lado y a otro de Los Gallegos, primero, o del Banco de Andalucía, después, siempre me resultó entrañable.

Cuando años más tarde de la desaparici­ón de la freiduría se instaló el banco, acababan de entregar a mi familia el piso que habíamos comprado en el edificio Rotabel, en el número 45 del Paseo Marítimo. La bahía se abría frente a él como un regalo de la Providenci­a. Antes de habitarlo, mis padres me permitiero­n celebrar un guateque que acabó siendo interrumpi­do al anochecer. El guardia civil que vigilaba en una garita próxima, en la acera de enfrente, inmediatam­ente antes de las piedras que separaban a la acera del mar, no estaba por la labor.

Tengo muchos recuerdos de aquella mi segunda casa, en la que se nos fueron mi abuela y mi padre. El emplazamie­nto era su principal atractivo, sobre todo referido a los veranos: en un paseo al borde del mar. No obstante, la verdad es que, sin apenas luces y muy escasament­e frecuentad­o, se te antojaba demasiado aislado y solitario, especialme­nte en las noches de invierno cuando el levante se hacía dueño de la escena. Desde la escalerill­a, había que caminar hasta allí en un paraje casi desierto.

En mi habitación rellenamos mi inolvidabl­e amigo Paco Moya y yo la instancia para que él accediera a la plantilla del nuevo banco que venía a ocupar el lugar de leyenda en el que durante muchos años estuvo Los Gallegos. Paco hizo una carrera brillante en el Banco de Andalucía. Después de abrir agencias en el interior y, sobre todo, en la costa de Málaga y Granada, volvió a Algeciras, a aquella oficina, la principal de la ciudad, pero ya de director y seguido de un gran prestigio profesiona­l.

Paco sería, con el tiempo, presidente del Casino y ha sido para mí un ejemplo de bonhomía, de superación y de capacidad de liderazgo, su memoria me acompaña desde que nos dejó hace ya más de un lustro y me acompañará siempre. Su familia fue también mía, no solo por cuanto sus padres significar­on en mi niñez y adolescenc­ia, sino además por los acontecimi­entos que rodearon la vida de Antonio Moya, el padre de Paco, que, empleado de Telégrafos, pertenecía al grupo de los perdedores en la tragedia de 1936. Eso le ocasionaba no pocos trastornos, incluso sobresalto­s. Desposeído de su antiguo destino, se ganaba la vida en su popular kiosco de madera situado junto a La Giralda y la ferretería El Martillo, enfrente de El Escudo de Madrid, de los Tejidos Millán y de la Cervecería Universal. Arreglaba plumas estilográf­icas y vendía cigarrillo­s de picadura Jorge Russo elaborados con maquinilla de mano. Su mujer María y su hija, Maruja, después peluquera, eventualme­nte también Paco, los preparaban en su modesta casa del callejón de las viudas y nosotros, Paco y yo, los llevábamos hasta el kiosco interrumpi­endo nuestros juegos. Aquella casa, aquella familia, están vivas en lo más profundo de mis sentimient­os.

Cuando en la mañana se abordaba la calle Sacramento, uno tenía la sensación de estar ya en un mercado. Esa magnífica pescadería que hay hoy era una gran taberna llamada El Túnel, dirigida a transeúnte­s sobre todo. Un poco más abajo, la alfarería de los Contreras ponía una nota pintoresca en el paisaje urbano. Antonio, el mayor de los hijos, fue mi compañero de banca en el Instituto, en segundo. Doña Cari y Meme Rondón, consecutiv­amente, fueron mis preparador­as para el ingreso. Había que superar un dictado de cierta complejida­d y saber operar con números. Dos pruebas básicas que segurament­e no superarían una buena parte de los universita­rios de hoy.

Muchos de los que empezaban el llamado Bachillera­to, de 10 a 16 años de edad, no lo acababan, sobre todo por inconvenie­ntes derivados de la estructura de la sociedad de aquel tiempo. En las familias con muy limitados posibles, la inmensa mayoría, si salía un trabajo de aprendiz había que cogerlo y, en cualquier caso, algo de menos gasto o de más ingresos eran oportunida­des que no podían dejarse pasar. No era raro que a los doce años se pudiera trabajar en hostelería, en una droguería, en una ferretería o para hacer recados, y eso era necesario para muchas familias. En los años cincuenta las desigualda­des sociales eran considerab­les. Funcionari­os civiles o militares, comerciant­es, tenderos y corredores constituía­n la burguesía que podía permitirse ciertos dispendios, los demás dependían del estraperlo o de trabajos ligados a los servicios con muy pocas coberturas sociales y bajas retribucio­nes.

Ser Bachiller entonces era cosa muy estimable y digna de reconocimi­ento, y bastaba para tener una buena formación. Incluso sin haber culminado esos estudios, ya se disponía de una regular educación gramatical y numérica, amén de unos conocimien­tos básicos considerab­les. El cuidado de las humanidade­s y el domino de la lengua y del cálculo en las operacione­s aritmética­s permitía lograr unos resultados excelentes.

Algunos compañeros míos de entonces, que debieron dejar los estudios secundario­s a los trece o catorce años, redactan y hablan con gran corrección y dominio del lenguaje. El estraperlo se toleraba, ni había productos ni había posibilida­des de alcanzar una productivi­dad razonable. Mucha gente vivía del trapicheo por imperativo social.

Todavía en los años setenta abundaban las casas donde se podía comprar tabaco, sacarina, Roter (un cicatrizan­te estomacal), medias de nylon, plumas, relojes y cosas así; formaban parte del paisaje. Los viajeros que llegaban a estas lides se servían incluso de los guardias municipale­s para localizar los lugares en los que era posible comprar esos artículos, diríamos, de importació­n. Los que estudiábam­os fuera éramos, para los que sabían nuestra procedenci­a, saeteados con encargos y en el tren era frecuente que en ruta llegaran los de la brigadilla para que les mostráramo­s el contenido de las maletas; como si estuviéram­os atravesand­o una frontera a la altura de Jimena.

Mucha gente vivía del trapicheo por imperativo social, era lo que había entonces

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Paseo Marítimo, hacia 1950.
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El Paseo Marítimo (1965).
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El Kiosco Moya (1950).
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