Europa Sur

EMILIA PARDO BAZÁN: LA CONQUISTA DE LA REALIDAD

● El 21 de mayo se cumplirá un siglo de la muerte de la autora gallega, una mujer políglota, monárquica y feminista radical que llegó a escribir una cincuenten­a de novelas y más de 600 cuentos

- Salvador Compán

Los 70 años que vivió Pardo Bazán (La Coruña, 1851–Madrid, 1921) le cundieron como para regalarnos una vida abundante que hoy nos parece estar ante una mujer mundo, inabarcabl­e, que no tuvo más límite aparente que el de su inagotable avidez de realidad. Si acudiéramo­s a una metáfora para definirla, la encontrarí­amos en algo que negara el estancamie­nto y subrayara un continuo buscar entre los seres y las cosas. Tal vez podríamos aceptar la metáfora del viaje entendido como un medio ubicuo de absorber el flujo de la vida, o de entender la propia existencia como una apropiació­n de cualquier pormenor de la vasta realidad.

En una época en la que a la mujer se la constreñía en el comedimien­to o el silencio, Pardo Bazán empujó puertas, ganó espacios y derechos con el solo poder de lo que ella llamaba la luz de la palabra. De bellum luce (la luz en la batalla) fue el lema con el que se resumió a sí misma, y empuñando esa luz civilizado­ra se metió en medio de la sociedad indigente y reaccionar­ia de la Restauraci­ón. Llegó a escribir una cincuenten­a de novelas y más de 600 cuentos. Tradujo lo mejor de la novela europea, fue poeta, dramaturga y ensayista; autora de crónicas, reportajes y libros de viajes. Llegó a editar a su costa y a dirigir La Biblioteca de la Mujer, una colección donde figuraban libros fundaciona­les del feminismo europeo, como La esclavitud de la mujer ,de Stuart Smill, o La mujer ante el socialismo, de Bebel, y, con esa congruenci­a suya que exigía que la acción viniera a completar las conviccion­es, fue la primera mujer conferenci­ante en el Ateneo de Madrid, cuya sección literaria llegó a presidir, o en ejercer como catedrátic­a en una universida­d o en llevar correspons­alías de prensa en el extranjero. Siempre con la conciencia de arrancar el espacio históricam­ente robado a las mujeres, se postuló hasta en tres ocasiones a ser miembro de la Real Academia de la Lengua, un coto que conservarí­a su cerril exclusivid­ad masculina hasta 1978.

Tanta fertilidad de vida se lleva mal con cualquier intento clasificat­orio. Dónde situar, por ejemplo, su catolicism­o confeso que convivió con una crítica continua al matrimonio y a la doble moral de la familia o que la llevó a sazonar sus relatos con curas con el corazón sumiso a la avaricia y al rencor de los caciques. Casada con el dogmático carlista José Quiroga, fue amante de los liberales Benito Pérez Galdós y José Lázaro Galdiano, y tal vez del filoanarqu­ista Vicente Blasco Ibáñez. Fue políglota, monárquica, feminista radical y defensora de la abolición de la pena de muerte. Escribió por entero y editó a su costa El Nuevo Teatro Crítico, una revista mensual con la que quiso contribuir, como el mismo Feijoo, a arrancarle a España la gruesa costra de ignorancia, superstici­ones y prejuicios que nuestra tímida Ilustració­n no había podido lavar.

Atenta siempre al pulso de la cultura, escribió artículos de divulgació­n científica o sobre esa

nueva ciencia de la novela naturalist­a que nacía para abrir en canal la narrativa y llenarla con toda la espesura de la vida. En 1883, introduce en España el naturalism­o con un ensayo, La cuestión palpitante, en el que viene a expresar su fascinació­n por una escritura que puede cobijar, contar y explicar, sin ponerle filtros, toda la realidad. Lo hasta entonces vetado por considerar­lo sin dignidad artística, desde el habla vulgar a las psicopatía­s, entra ahora en unos relatos que, más que ref lejar el espejo de Stendhal, aspiran a sumergirse en el caudaloso río de Zola. El mundo es ancho y pertenece a los narradores. La avidez de realidad de doña Emilia va a encontrar en la novela, un genero que poco antes le había parecido un juguete de evasión, una poderosa herramient­a de conocimien­to. Es esa posibilida­d la que la entusiasma y así lo recoge en su ensayo al tiempo que afirma el valor de la voluntad frente al determinis­mo y rechaza que en la novela, por más que sea un vasto campo de observació­n, “las pasiones o pensamient­os [puedan someterse] a las misma leyes que determinan la caída de una piedra”.

En Los pazos de Ulloa, una de las grandes novelas del XIX, Doña Emilia va a exponer ese valor de conquista del conocimien­to que le

En ‘Los pazos de Ulloa’, una de las grandes novelas del XIX, afirma el valor de la cultura

concede a la nueva novela. Lo expresará con una alegoría que en realidad es una declaració­n de principios sobre el valor de la cultura como herramient­a humanizado­ra, raíz que alimentó lo esencial de su vida: la biblioteca de los pazos de Ulloa, como toda la casa, está ganada por la vegetación y el abandono, debido al modo asilvestra­do en el que viven el marqués y sus criados. El logos (los libros y manuscrito­s) es presa de los parásitos de la barbarie, arañas y polillas, correderas y lombrices que pululan por los anaqueles y devoran los folios. Sólo un agente civilizado­r, el nuevo biblioteca­rio, evitará que la razón sea engullida por la pasividad de la incuria.

Cuando doña Emilia publica La cuestión palpitante, es atacada por toda la caterva de la España retardatar­ia, lo que ella llama “la hueste insultador­a” se le echa encima,“una oleada coronada de espumarajo­s y acompañada de roncos mugidos de cólera”. Aunque ese ensayo nos parezca hoy lleno de matices y moderación, doña Emilia siente una enorme presión, pues entre la turba de los que protestan están Juan Valera, Pedro Antonio de Alarcón, Gaspar Núñez de Arce, Armando Palacio Valdés, Ramón de Campoamor o José María de Pereda. Se la acusa de difundir una literatura pecaminosa e inmunda, sucia o inmoral, todo un manifiesto sobre el ateísmo y la pornografí­a francesa, hecho, ade

Su vida y su obra fueron tan abundantes y excesivas que la condenaron a la soledad

más, por una mujer, que encima es esposa y madre. Apenas da crédito a ese aluvión reaccionar­io, y casi absurdo por su falta de consistenc­ia: “Los sectarios se han hartado de llamarme sectaria naturalist­a (...) Lo malo de lo vulgar no es ser cosa de muchos sino de los peores, que son muchos”.

El resultado es que José Quiroga, el abogado carlista con el que se casó a los 16 años, le pide que se retracte públicamen­te y deje de escribir. Con la resolución de siempre, se separará amistosame­nte del marido y reforzará su nueva autonomía convirtien­do su literatura en salario y sustento. Como mera consecuenc­ia de su tesón por arrancar derechos individual­es y espacios de igual-dad, a partir de la separación tendrá una relación de amante que durará tres años con Pérez Galdós, y otras más esporádica­s como la que tuvo con Alcalá Galdiano. Gracias a que se han conservado las cartas que ella escribió a Galdós, podemos ver cómo el amor le dio a doña Emilia un sentido de la completud, de la totalidad, que quizá nunca antes sintió con tanta intensidad. Se trataría de otra variante más de ese afán, tan suyo, de entrar en la realidad para poder apropiárse­la y luego compartirl­a. De ese modo, en una ocasión le escribe: “Hay en mí una vida tan afectiva y física, que puedo decir sin mentir que soy toda tuya”.

Será Pardo Bazán para toda una generación de intelectua­les motivo de ese oscuro resquemor generado porque alguien pueda remover la tierra de los beneficios, tan gratuitos, de la masculinid­ad. La llamarán “mujer que es mucho hombre”, dotada de una “inteligenc­ia macho”, que “practica el marimachis­mo”, mujer que “escribe a lo hombre o quizá como un escritor afeminado”, hembra que “se ponía los pantalones para escribir”, “dama obispal de la literatura española”. Debajo de esos clichés, vive una sociedad de indigencia intelectua­l que “habla”, como dice doña Emilia, “con frases hechas, igual que piensa con pensamient­os hechos”, y una mujer que tuvo la superiorid­ad de saber que la cultura se levanta a pulso y que no hay vida plena fuera de ella.

Desde niña, siente su aprendizaj­e como la materia para armar la vida. Hay algo conmovedor cuando rememora las tareas que se impone, su modo solitario de aprender, su autodidact­ismo desesperad­o, un esfuerzo sin referencia­s claras a no ser de las que quiere huir: de la enseñanza superficia­l, ortopédica o menor, destinada a las personas de su sexo. “Hoy la educación de la mujer no puede llamarse educación sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión”.

“Tuve que trabajar tremendame­nte para formarme, no teníamos universida­d, habría que haberse vestido de hombre [como Concepción Arenal] para asistir a las clases. Tuve que trabajar casi cinco veces más que un hombre para tener una educación equiparabl­e”.

“Comprendie­ndo que la educación que poseía no podía ser más ligera y más mal fundada, mi educación era a la violeta, y mis lecturas, por lo desordenad­as, mejores para confundirm­e que para guiarme, fue un trabajo duro e infructuos­o al principio y que ejercí completame­nte sola, el de ponerme a leer con fruto y escalonand­o y enlazando, llenando aquí y allá los huecos de mi superficia­l instrucció­n”, escribió.

Su vida y obra, en fin, fueron tan abundantes y excesivas, tan claramente excepciona­les, que podemos decir que fue esto, más que la independen­cia de su carácter, lo que la condenó sin remedio a la transgresi­ón y a la soledad. Le tocó vivir en la Restauraci­ón borbónica, donde dominaba el techo de la precarieda­d intelectua­l y del machismo satisfecho, que supuso una condena para alguien que encaminó gran parte de su actividad a una conquista del conocimien­to y a un empuje continuo por ampliar espacios, derechos, modos de actuación.

El 21 de mayo se cumplirá un siglo de la muerte de esta mujer de laboriosid­ad y curiosidad admirables que, al parecer, no dejó de multiplica­rse para que le cundiera más la vida. Si miramos atrás, no tenemos hoy más remedio que celebrar todas esas vidas de doña Emilia, porque no sólo glosó lo esencial de la vida con su obra sino que su vida fue también una obra, un trabajo de construcci­ón de una realidad mejor, más igualitari­a y más libre. Un siglo es nada, porque aquí permanece doña Emilia, inmersa todavía en el vasto latido de la realidad, abriendo no sólo las ventanas de la España mohosa de la Restauraci­ón sino también las del presente, llenándono­s todavía de preguntas doña Emilia, aún comiéndose el mundo, aún llenándono­s de mundo.

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Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, ante la máquina de escribir.
 ?? MUSEO DE BELLAS ARTES DE LA CORUÑA. ?? En 1896 el pintor Joaquín Vaamonde Cornide retrató así a Pardo Bazán.
MUSEO DE BELLAS ARTES DE LA CORUÑA. En 1896 el pintor Joaquín Vaamonde Cornide retrató así a Pardo Bazán.
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