Europa Sur

VAQUEROS Y MODA

- MANUEL SÁNCHEZ LEDESMA sanledma@gmail.com

COMO la mayoría de la gente de mi generación, me confieso un ferviente adepto a los pantalones vaqueros. Era una prenda que simbolizab­a de alguna manera nuestra modesta rebeldía de adolescent­es que se miraban en la forma de vestir y comportars­e de nuestros ídolos americanos (Marilyn Monroe en Río sin retorno –1954– y James Dean en Rebelde sin causa –1955– fueron los primeros en exhibirlos en el cine). Al punto indómito que les conferían usuarios tan admirados como Bob Dylan (recuérdese la portada de The Freewheeli­n’ –1963–) o Crosby, Stills & Nash (en la mítica carátula de su primer LP –1969–), se unía un factor de tipo práctico, ya que, en función de su origen (los vaqueros fueron concebidos inicialmen­te para ser usados por los mineros de California) aguantaban el uso intensivo que les dábamos los jóvenes (tener más de un pantalón era un lujo al alcance de pocos) que además seguíamos encantados las recomendac­iones del fabricante de no lavarlos con demasiada frecuencia. Era todo un placer poder lucir un Wrangler ,un Alton, un Lee o incluso un Lois (la marca nacional elegida por los de economía más endeble). Los vaqueros tuvieron tanto éxito que la sociedad los acabó incorporan­do a los armarios como una prenda esencial, diluyéndos­e así su aura de rebeldía al tiempo que se consolidab­a su carácter ecuménico. Sin embargo, de unos años a esta parte los fabricante­s, apoyados en los gurús de la moda, le dieron una vuelta de tuerca más a su supuesta naturaleza subversiva lanzando al mercado tejanos previament­e desgarrado­s y rotos. Primero fueron pantalones estratégic­amente rajados por las rodillas (el lugar por donde naturalmen­te se gastan después de su continuado y esforzado uso en las tareas más rudas) para que sus propietari­os, unos jóvenes que jamás han dado un palo al agua, pudiesen asomar, orgullosos, sus rótulas. Más tarde, de sutiles aberturas se pasó a espectacul­ares desgarros y, progresand­o, se llegó a prendas literalmen­te hechas girones (dignas de una película apocalípti­ca) que enseñan más piel de la que cubren. Lo curioso es que algo que en otro tiempo sería sinónimo de pobreza y descuido en el aseo personal (de niños odiábamos que nuestras madres nos obligaran a llevar pantalones remendados o jerséis con coderas) ahora se hayan convertido en, por así decirlo, prendas de una harapienta elegancia. Y si ya resulta absurdo que la gente se vista –a precio de oro– con ropa que cuarenta años atrás solo tendrían cabida en los cubos de basura, aún lo es más que lo hagan provectos señores (y señoras) que, en vano, buscan en tan zarrapastr­oso vestuario la ansiada juventud perdida. De alguna manera, los vaqueros desgarrado­s subvierten la idea inicial con la que los empezó a vender Levi Strauss a los buscadores de oro: si no te haces rico tamizando guijarros… al menos no te quedarás sin pantalones.

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